Tras sus dos aportaciones anteriores, cuya lectura recomiendo con entusiasmo, nos ofrece ahora la historia ejemplar de una feminista (¡sorry!, no hemos encontrado historias de feministas ejemplares). Y yo insisto: las cosas no pasan porque sí.
Todavía recuerdo una experiencia vivida como profesor en una universidad católica. A mis alumnos de periodismo les di a leer una obra de Chesterton. A los pocos días, me enteré de que una comisión de alumnas (19 años) había acudido a la tutora para emitir su más dura protesta: un profesor les obligaba a leer un libro de un tal Chesterton, partidario -Dios le perdone- de que la mujer trabajara en casa. Al parecer era lo único que habían captado sobre la mente más preclara de todo el siglo XX quien, naturalmente, no dice eso, al menos no de forma tan ramplona.
Descubrí entonces que, con alumnos de primer curso de universidad, se puede llegar hasta la frontera de lo políticamente correcto y de lo puerilmente comprensible, no más.
Pero mi sorpresa no había acabado ahí. Lo mejor fue que la tal tutora, que no tenía 19 años, sino que llevaba una docena de anualidades en la universidad, asumió mi defensa de la siguiente guisa. Les comentó a las levantiscas adolescentes -sabias toda ellas, naturalmente- que ella no podía intervenir en pro de la libertad de cátedra. Para ser exactos, de 'mi' libertad de cátedra. O sea que, sin entrar en el fondo de la acusación -y tenía mucho fondo, que de Chesterton hablábamos- ni defensora -ya no adolescente, como creo haber dicho antes- mostraba orgullosa su solidaridad en mi defensa de la libertad de cátedra y su no menor solidaridad con el sesudo planteamiento de las alumnas, planteado, además, de mujer a mujer. Algo parecido a decir: hay que ver las estupideces que provoca el machismo redivivo pero hay que respetar la libertad de cátedra, qué le vamos a hacer.
O sea, que se puede poner en solfa a Chesterton pero no la interpretación sesgada de un puñado de adolescentes según las cuales el único dogma de fe consiste en que la mujer lo merece todo del mundo y una moral de un sólo mandamiento: bueno es lo que beneficia a la mujer y malo lo que beneficia al hombre... y es imposible que algo beneficie a ambos. No ha lugar.
¿Es culpable la mujer femenina de esta estupidez feminista? Sí, yo creo que sí, por no haberle parado los pies al cretinismo feminista. Tan culpable como el nacionalismo vasco lo es de los asesinatos etarras, según la vieja fórmula de "unos menean el nogal y otros recogemos las nueces".
Pero hay otra cuestión aún más importante, absolutamente necia, pero que late en el fondo de todo el estúpido debate feminista: ¿Es la mujer superior, o más inteligente que el hombre o el hombre supera la mujer? Alguien podría pensar que la necesidad de ser amada -a veces, sólo admirada- debilita a la mujer, pero eso sólo para quien considera -como las feministas- que la vida no es entrega, sino competencia, lucha por el poder. Ahora bien, si se piensa en cristiano -eso que tanto odia el feminismo- resulta que no, que lo que importa es el amor, que esa debilidad de la mujer sólo supone que entiende más de la esencia de la vida que el varón y que amar y ser amado es más importante, superior, a la mera competencia por ver quién manda más, quién domina al otro. Para el feminismo, ser es ser compitiendo. Para el cristianismo ser es ser entregándose. El virus feminista es el que ha provocado la gran crisis: mujeres desamoradas, por desamoradas, degeneradas, por degeneradas, desquiciadas.
De cualquier forma, el debate sobre qué sexo es más inteligente sólo preocupa a los tontos (por ejemplo, a las feministas). A fin de cuentas, ¿quién puede definir la inteligencia? Contesto, con un remedo de San Agustín acerca del tiempo: "Si me preguntan lo que es, no lo sé, si no me lo preguntan, lo sé".
Pero Chesterton, el machista Chesterton, lo explica mejor que yo: "La mayoría de la feministas convendrán conmigo en que la feminidad está sometida a una tiranía vergonzosa en las tiendas y en las fábricas. Sin embargo yo quiero destruir la tiranía y ellas quien destruir la feminidad. Esa es la única diferencia". Dicho hace 100 años no está mal, porque a lo peor muchas mujeres emplearían el mismo calificativo sobre su vida laboral.
Mientras tanto lean la biografía de doña Justa: ejemplo vivo de todo lo dicho.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com