"Prepararás al Mundo para mi segunda venida". "Durante la Santa Misa me envolvió un ardor interior de amor a Dios y el deseo por la salvación de las almas tan intenso que no sé expresarlo. Siento que soy toda un fuego; lucharé contra todo el mal con el arma de la misericordia. Ardo del deseo de salvar a las almas; recorro el mundo entero a lo largo y a lo ancho y penetro hasta sus confines, hasta los lugres más salvajes para lavar a las almas. Lo hago a través de la oración y el sacrificio" (745).
"En la vida espiritual el sufrimiento es el termómetro que mide el amor de Dios en el alma" (774).
Juan Pablo II rompió moldes en el Vaticano. En primer lugar no hizo el menor caso de quienes le aconsejaban crear su propio equipo de Gobierno, a su medida. En el único equipo que creía era en el cura polaco con el que se confesaba una vez por semana, en su secretario, el famoso don Estanislao, hoy su sucesor en el arzobispado de Cracovia y en las religiosas que atendían la Casa Pontificia. Por lo demás, no movió un dedo para remodelar la burocracia vaticana. Su idea del Gobierno de la Iglesia consistía en predicar. La Curia se enteraba de sus orientaciones por su filosofía. No gobernaba, enseñaba y sus objetivos quedaban marcados en sus escritos y discursos, no dirigidos a sus subordinados, sino a todo el orbe católico, a toda la humanidad o, al menos, a aquella parte de la humanidad que quisiera escucharle. Un método, sin duda, mucho más eficaz.
Eso sí, revolucionó el Vaticano con su forma de vida. Como le gustaba la gente, comenzó a invitar a su misa privada de la mañana a un montón de gente y, ya puesto a ejercer de anfitrión, tenía invitados a desayunar, comer y cenar.
Vivía pegado al Santísimo, Aquél que él había consagrado con sus manos aunque sabía bien que era su Señor. Por eso, trabajaba, principalmente, escribiendo. Hora y media diaria, de 9,30 a 11,00 de la mañana, siempre ante el Sagrario. Y cuando alguno de sus subordinados le pedía una decisión se iba a consultarlo al mismo lugar: de rodillas ante el Santísimo. Las decisiones las tomaba ante el Sagrario por aquello de asesorarse bien, ante un maestro indubitable, Jesús Sacramentado. Éste era el gran secreto del hombre que iba a cambiar el mundo. Lo mismo hacía en Cracovia, sólo que ahora sus responsabilidades universales... como su Maestro.
Por lo demás, su ciclo vital era el mismo de los santos de todos los tiempos: la Iglesia durante siglos: eucaristía, oración mental, rosario, las tres patas de la vida ascética. Semanalmente, confesión con un sacerdote polaco.
Fue uno de los grandes antropólogos del siglo XX, así que su primera encíclica no estuvo dedicada a Dios, sino al hombre, para explicarnos una verdad tan palmaria como olvidada: el hombre no puede vivir desamorado. Necesita amar y ser amado. Era como la introducción a todo su Magisterio, lo que iba a demostrar su visión de Dios y del hombre. ¿Y qué es el amor Amor es entrega, donación de uno mismo. Esto, en 1979. Comenzaba a vibrar una de las ideas madres de la cosmovisión de Karol Wojtyla: el siglo XX iba a fenecer, no con una batalla entre dos humanismos, sino con la última batalla entre el buen humanismo y el malo. Para el segundo, humanismo pagano, los hombres son iguales, para el primero, el humanismo cristiano, los hombres son hermanos por ser hijos de Dios. Toda la filosofía cristiana, toda la antropología, deja de tener sentido sin el sentido de la filiación divina. Pero, ojo, este combate no era un combate más era el último combate por el hombre, de la misma manera que la modernidad y su bastardo, la posmodernidad, no era una herejía sino la culminación de todas las herejías.
Todo ello, explicado "a lo polaco", pueblo de hombres y mujeres recios. Nada de ñoñerías, el lenguaje claro y hasta duro del polaco no admitía lugar a dudas: cuando habla de amor hablaba de un objetivo tan imprescindible como sólo accesible para quien disponga de al menos unos gramos de fortaleza, sólo posible mediante el sacrificio. Los cursis no saben amar.
El ciclo peregrino del Papa conocido como el vagabundo de Dios comenzó en México, en enero de 1979. La elección de Iberoamérica no es casual. En esa época, hace 32 años, el mundo hispano, la mitad de la grey católica mundial, era como una gallina hipnotizada por una serpiente llamada marxismo o teología de la liberación, que venía a ser lo mismo y aún más liberticida porque convertía a Dios en un agitador revolucionario.
En un país constitucionalmente anticlerical, donde la diplomacia vaticana tuvo que conseguirle un visado al Papa, quien aterrizó en México en calidad de turista distinguido, Juan Pablo II fue recibido por 1 millón de personas en los que había calado la resistencia pasiva que Wojtyla había inventado frente a nazis y estalinistas: "Juan Pablo, segundo, te quiere todo el mundo", cantaban, mientras el presidente López Portillo trataba de tranquilizar a sus ministros más comecuras y más inteligentes. El bueno de Portillo no se percataba, como en seguida lo haría el astuto Leonid Ilich Brézhnev, que aquel cura representaba un peligro mucho más grande para el Imperio soviético que los misiles norteamericanos. Desafiando el precepto legal que prohibía vestir en público hábitos religiosos, curas y monjas se los embutieron para recibir al Papa. El mensaje pontificio fue captado por todos: "La Iglesia no necesita recurrir a sistemas ideológicos para amar, defender y colaborar en la defensa del hombre". El combate contra el comunismo se iba a librar en la Europa del Este, comenzando por Polonia, pero convenía que la retaguardia iberoamericana no se dejara engañar. Y es que los hispanos no conocían, como los europeos de detrás del telón de acero, qué cosa era el comunismo: con excepción de Cuba, lo habían leído pero no lo habían sufrido.