Durante la Transición, y hasta su reciente muerte, el diario El País contó con un comentarista eclesiástico, un importante canónigo, naturalmente progresista, dedicado a pisar los callos a la Jerarquía, la ortodoxia y, en líneas generales, a los fieles, que no a los infieles. Recuerdo lo que me comentó un compañero suyo de seminario y cátedra, el cual preguntó al insigne articulista de Polanco que, dado que él no creía en nada, por qué no abandonaba la Iglesia y se iba con una señora prepotente y maciza, que diría don Camilo José Cela. Incluso con varias macizas. La respuesta del ilustre clérigo progresista –extraordinariamente progresista- me ha servido para entender muchas cosas: "De eso nada, me quedo, porque es desde dentro desde donde se puede hacer más daño".

Y tenía toda la razón. A la Iglesia no le preocupan los pilatos, sino los judas y caifases. Es "desde dentro", sí señor, investido con una autoridad que no muere jamás, la del sacerdocio, desde donde se puede hacer daño al Cuerpo Místico de Cristo. Por ejemplo, desde la parroquia madrileña de San Carlos Borromeo, la parroquia rebelde, aunque muy sumisa al tópico, que se ha convertido en la estrella de la tele. Entre sus méritos, el consagrar rosquillas o bollos realizados con mucho amor por señoras del barrio, lo que proporciona un ambiente muy ecuménico a las eucaristías. Las conversiones logradas por los tres curas de San Carlos –don Enrique de Castro, don Javier Baeza y don Pepe Díaz- se cuentan por millares. Por ejemplo, uno de sus más sonados logros evangélicos ha consistido en que el Gran Wyoming, un intelectual de fuste, y el actor, e incluso artista, Guillermo Toledo, hayan ido a misa el pasado domingo 8, Pascua de Resurrección. No es que se hayan convertido, exactamente, pero han aplaudido sonoramente a las masas allí presentes, o sea, al pueblo –no menos de varias decenas-, y a sus muy evangélicos pastores. Incluso, en un momento de profunda emoción progresista, se entonó el "No nos moverán". No sé si la emoción que me embarga me permitirá continuar.

Sí, me lo permite.

El malo de la historia, que, por si no había quedado claro es el todopoderoso cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco, les había dicho a don Enrique y a don Javier que, dado que habían convertido la parroquia en una ONG, para evitar algunas disfunciones –sacrilegios, blasfemias y cosillas así- podían dedicarse a lo mismo que el feligrés Wyoming: a la atención de prostitutas, otros necesitados. Pero, ¡ajajá!, -recordemos a nuestro polanquil canónigo-, don Javier y don Enrique, presbíteros que se distinguen, ante todo, por la evangélica virtud de la humildad, dijeron que nones, que querían seguir siendo curas, y en la misma línea que el de la Transición: para fastidiar desde dentro.

El caso de San Carlos Borromeo debía estudiarse en las facultades de Teología, como ejemplo sintomático de cercanía entre el progresismo y las tiranías. Varios diarios –sin ir más lejos, El Mundo, de Pedro José Ramírez –quien nunca ha tenido vocación de cura, en tal caso de Papa-, ilustre contertulio de la cadena COPE, propiedad de las Iglesia, nos han recordado que la parroquia de San Carlos se encuentra muy próxima a la teología de la liberación. Es decir, se encuentra justo al lado del marxismo, sólo que con veinte años de retraso. ¿Qué quieren?: el hombre es un ser nostálgico, y el marxismo ya sólo opera en nostálgicas mentes de la clerecía.

Pero la proclividad marxista de los borromeos se complementa ahora con la proclividad islámica y la proclividad feminista, doctrinas ambas, como es sabido, totalmente complementarias: los musulmanes se encargan de encerrar a la mujer y las feministas de liberarlas del encierro. No se lo toman a broma. Lo explicaba muy bien una señora del barrio, es decir, del pueblo, ante las cámaras de Televisión Española en horario de máxima audiencia, en Sábado Santo, con un argumento de autoridad: nada menos que el Vaticano II. Confesó no haber leído los textos del Concilio, claro está, porque "una no tiene tiempo para todo", pero estaba casi segura de que el Vaticano II nada decía contra la consagración de sus bizcochos caseros, riquísimos, que nada tendrían que envidiar al pan sin fermentar. Y convendrán conmigo en que la sabiduría popular nunca falla y que, en efecto, el Concilio Vaticano II nada dice contra la consagración de bizcochos caseros, en especial el de la buena señora del barrio de Entrevías, cuyas manos, haciendo bizcochos, son manos bendecidas. 

De cualquier forma, el padre Enrique de Castro es el que ha dado en la diana. La clave de todo, -don Enrique dixit- es que "Jesús no acepta el poder, y ellos –es decir, el Rouco y compañía- lo tienen". Este es el busilis de la cuestión: el poder. Por ejemplo, el poder de hacer que los medios informativos más importantes de España les dediquen espacio con generosidad, o que El Mundo, un periódico hermanado con la COPE cuando menos con la misma fuerza que feminismo e islamismo, subtitule de esta guisa: "Cientos de personas –cienes y cienes- acuden a la Misa de Resurrección en la iglesia de la Teología de la Liberación cerrada por orden del Vaticano". Precisamente del Vaticano. Y los intelectuales de la Teología de la Liberación sin enterarse de que contaban con templos, uno de ellos en Madrid.

Otrosí: fuentes de toda solvencia han filtrado a El Mundo que ha sido el propio Benedicto XVI quien ha mandado a un comando de la Guardia Suiza a amedrentar a los clérigos progresistas, pero estos han sabido mantenerse firmes.

Pero el poder está ahí, no lo olviden. Por ejemplo, en el pérfido cardenal –probablemente una reiteración, lo sé, lo de ‘pérfido' y ‘cardenal'- bien podría suspender a don Enrique, don Javier y don Pepe ‘a divinis' que es algo que seguramente aterrorizará a unos curas que consagran rosquillas. La Jerarquía es capaz de eso y de mucho más. Su crueldad no conoce límites.

Con cristiana resignación y mucha, mucha, humildad, don Enrique y don Javier –y don Pepe- esperan que las hordas episcopales les cierren su parroquia, una complejo de la todas las ideologías más profundas del siglo XXI y comienzos del XXI: marxismo, islamismo y feminismo, sin prescindir de la más importante de todas: el ‘wyomingismo', una filosofía tan profunda que necesito una segunda Internet para explicarla.

Eulogio López