La cosa sucedió en Pamplona. Dos compañeros de colegio, niña y niño, hacían buena la teoría de la coeducación obligatoria, en virtud de la cual los dos sexos deben estar arreándose mamporros en el colegio desde los 3 años de edad, más que nada para aprender a respetarse y, de paso, ensayen con la dureza de la vida. El niño, 7 años, debió mojarle la oreja a su compañera, de la misma edad, porque en un momento dado, ésta le espetó :
-Tú cállate, porque tu papá no te quiere, por eso se ha separado de tu mamá.
Insisto : No estoy reseñando las declaraciones de la vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, capaz de decir aquello de que nadie tiene por qué dar razones de los motivos que le llevan a divorciarse (es decir, que nadie tiene que dar razones de por qué rompe un compromiso, como tampoco tiene que dar razones para no acudir en defensa del agraviado, pagar los salarios al trabajador o los impuestos al Estado): un compromiso es un acuerdo entre dos que, según la curiosa figura jurídica de doña Teresa, puede ser roto por uno, sin necesidad, no ya de pagar una indemnización, sino tan siquiera sin la posibilidad de presentar una razón, un argumento o una excusa. Naturalmente, el plamplonica agarró una llantina de no te menees, porque a los 7 años no se suele tener la capacidad dialéctica de un diputado a Cortes (creo).
Un profesor de guiones cinematográficos, amigo mío y contumaz en el error, continúa pidiendo a sus alumnos que le escriban un guión sobre una historia de amor. Pues bien, casi inevitablemente, la mayoría de las obras de artes que son sometidas a sus criterios de examinador comienzan en el catre. No digo que acaben en él, digo que comienzan. Mi amigo no pierde la esperanza, y promoción tras promoción, prueba suerte. Por ahora, con poco éxito. Se trata de un experimento científico : quiere saber por qué camino una generación ha llegado a poseer una concepción tan elevada y lírica del amor humano.
Tengo otro amigo, a salvo de cualquier tentación humanística, dado que trabaja en Bolsa, que se pregunta por qué los adolescentes, empezando por sus retoños, sienten más obsesión por la religión que por el sexo. No es broma: consideran, y probablemente estén en lo cierto, que ser sexualmente trasgresor está tan generalizado que conduce al tedio, mientras que el ocultismo, las sectas demoníacas, o la simple blasfemia, resultan mucho más excitantes (no, no estoy hablando de Paco Umbral ni de Canal Plus, al menos no en este momento).
Y cuando usted compruebe que su chavalín sabe más que usted de determinadas actitudes sexuales, o para ser más exactos, que no tiene ni la menor idea de sexo, pero sí de las manifestaciones sexuales más precarias, a lo mejor no tiene que pensar sólo en la televisión, sino también en los videojuegos. A los videojuegos bien se puede empezar con seis años, y a los 12 ha debido alcanzarse una cierta maestría. Ahora bien, el material con el que se alimentan los videojuegos son los que marcan muchas conductas. Por ejemplo, cójanse ustedes el nuevo número de la revista oficial de PlayStation 2 (mejor que se lo presten; la broma sale por 6 euros) y podrán contemplar, no sólo un paisaje que podría escandalizar a las conejitas de Playboy, sino constantes alusiones a mesías, elegidos, nigromantes, ángeles, diablos (sin que quede claro a qué grupo pertenece cada personaje) e incluso un juego de mucho fuste, en el que aparece una guarrita con un crucifijo entre sus domingas catalinarias. Hablo de PlayStation, la consola más vendida en el mundo, producto de la multinacional japonesa Sony, que se ha hecho famosa gracias a sus llamados parques familiares, que es lo que en mis tiempos llamábamos billares. Los juegos de la Play son de consumo general, para todas las edades, pero preferentemente para niños y adolescentes. Con este material semi-humano, extraído de las pocilgas mentales del Imperio del Sol Naciente y reciclado en Occidente bajo la denominación de alta tecnología y creatividad moderna, se nos están colando las imágenes más bastardas.
Todo ello bajo el principio de que las cosas no son ni buenas ni malas: solamente ocurren, que no es un adagio sintoísta, pero podría serlo. Por eso, los videojuegos Sony emplean el lenguaje de la mafia, o describen el robo, la muerte, la extorsión, el machismo más repelente, sin el menor rubor. La filosofía de los videojuegos que maman sus hijos puede resumirse así: Las cosas no son ni buenas ni malas, simplemente son. Es la misma filosofía que tanto imbécil, creyendo hablar en nombre de la libertad, define como vive y deja vivir, la mejor manera de terminar con la vida, al menos con la vida racional.
Lo malo es que los padres, mejor que peor, conocemos el mundo televisivo y los peligros que comportan para su mentalidad en formación, pero desconocemos casi todo de los videojuegos, aún menos edificantes que la tele. La televisión puede convertirles en unos mal hablados congénitos, en unos horteras de bolera, pero el mundo de los videojuegos, que por naturaleza podría ser genial, más divertido que instructivo, es muchísimo peor: no producen deslenguados, ni tan siquiera mirones, lo que produce es degenerados mentales, incapaces de realizar un juicio de valor, es decir, de tener criterio. Clive Lewis calificó ese nivel como la abolición del hombre. Visto lo visto no parece una exageración.
No me extraña que al hijo del líder socialista madrileño, Rafael Simancas, se le estropeara la Game Boy. Seguramente, lo trufó su padre, que es un educador inmejorable.
Eulogio López