El ejército norteamericano ha matado a 2.000 personas en Paquistán -país presuntamente aliado de Occidente y la mayor cuna de terroristas islámicos- de los que 400 se suponen eran civiles.
La guerra de los drones es cobarde. El soldado no arriesga su vida, es sólo el contribuyente quien arriesga sus impuestos en la construcción de máquinas mortíferas. Y eso no me gusta. En la guerra de antaño el hombre se jugaba la vida porque tenía que acercarse a adversario hasta olerle, y el adversario no solía quedarse quieto.
Con las armas de fuego se consiguió el doble efecto: un débil podía defenderse de un fuerte pero al mismo tiempo, se podía matar a distancia.
Luego vinieron los bombarderos, una forma más tecnificada y cobarde matar: desde el aire y a voleo. Pero al menos el piloto del bombardeo corría un riesgo: el hombre que desde una pantalla maneja un dron no corre otro riesgo que el de la miopía.
No me gustan los drones pero sí hago caso a lo que los norteamericanos recuerdan: sólo hay algo más cobarde que la matanza desde el aire y con máquinas no tripuladas: el terrorismo que con ellas se combate.
Y es cierto, el terrorista se esconde detrás de la sociedad, detrás de su propia familia, a la que utiliza como escudo.
Y así es como el juicio moral sobre los drones continúa sin respuesta. Al menos para mí.
Eulogio López
eulgio@hispanidad.com