Alguien me contó recientemente la anécdota de aquel calvinista converso en cuyas manos cayó un ejemplar de Don Camilo, la genial obra del italiano Giovanni Guareschi. Comenzó a leerlo, pero cuando el buen párroco de La Baja comienza a hablar con el Cristo del Altar Mayor, y, muy especialmente, cuando El Cristo, le contesta, nuestro hombre no pudo soportarlo y arrojó el libro con violencia. Aquello era un insulto a Dios, a un Dios que no podía ser tal, puesto que se rebajaba a hablar con un ser humano. Pues bien, todo el drama intelectual del hombre moderno es el de ese calvinista. No es que el hombre moderno no quiera ir a Dios: necesita de Dios aún más que el antiguo: es que no puede concebir que Dios esté pendiente de su palabra. Es lo que se dice una crisis de confianza en el Creador.
¡Pues lo está muchacho, lo está!
Durante las pasadas fiestas navideñas, El diario Le Monde convertía a Juan Pablo II, que sí cree en un Dios pendiente de la palabra del Hombre, en la única oposición posible al unipolarismo norteamericano. O sea, que un viejo achacoso es el único capaz de hacer frente a la mayor potencia política, económica, lingüística e informativa del planeta. Dice el Papa, y sus palabras chirrían en los delicadísimos oídos de la diplomacia mundial, que sólo la oración puede salvar al mundo actual del miedo que le paraliza. O sea, que el Papa no tiene divisiones blindadas, como se mofaba Stalin, pero sí millones de fieles que, por ejemplo, oponen el rosario a los misiles de la Flota norteamericana del Índico o a la marea de egoísmo que fluye de Wall Street.
Al tiempo, el decadente cura polaco empeñado en fastidiar a toda la inteligencia informativa, ha introducido en el debate político un elemento nuevo, tan evidente, que ya se nos había olvidado: la sospecha. En efecto, desde el 11-S con el que se inauguró el siglo XXI, nadie había dado con la palabra exacta: el problema del mundo actual es la desconfianza de todos hacia todos. Wojtila, en otro rasgo de genio, lo ha explicado clarísimamente: las relaciones sociales no pueden estar marcadas por la sospecha. Y no hablamos tan sólo de la sospecha sobre el musulmán barbudo de la mezquita de la esquina, sino la sospecha sobre si el mendigo que nos pide limosna es realmente un mendigo, sobre las actividades ocultas del vecino, del colega, del amigo y del enemigo. Sospecha sobre la verdadera ocupación de la negra que nos encontramos cada día, que seguramente es una prostituta, o del magrebí, que lleva la navaja en el bolsillo. El problema es que ninguna virtud, ningún valor, florece en el jardín de la sospecha. El hombre tiene miedo del hombre... y acaba siendo un lobo para el hombre.
Y habrá que repetir que Juan Pablo II, poco amigo de Apocalipsis, siempre sonriente y esperanzado, es el mismo Papa que acaba de recordar (lunes 6 de enero) que los cristianos deben "convertirse en luz para orientar el camino de las naciones, sobre las que pesan tinieblas y niebla". Que yo recuerde es el cuarto aviso que envía, siempre de forma esquiva, como quien no quiere alarmar pero cuya conciencia le exige avisar de los nubarrones que se condensan en el horizonte.
Eso es lo que le ha dicho Juan Pablo a George: la guerra preventiva es una guerra inducida por la sospecha. ¿Tiene Sadam Husein armas de destrucción masiva y está dispuesto a utilizarlas? No lo sabemos, ergo, no puede usted destruir un pueblo en base a una sospecha.
En términos políticos, lo que El Vaticano le ha recordado a la Casa Blanca es que la única violencia permitida, la única guerra justa, es la guerra defensiva. Entonces, ¿el "malo"siempre tendrá de su parte el factor sorpresa? Por supuesto que sí. Nadie ha dicho que el bueno lo tenga fácil: ni en las novelas, ni en las películas, ni en la política internacional. En resumen: no a la guerra contra Irak.
El Papa polaco ha sido el único que ha puesto sobre la mesa (lo que nuestra progresía llamaría la "sutil" diplomacia vaticana) una alternativa razonada a la política de Washington: los demás, también El País y la intelectualidad española, se dedican a insultar a George Bush: sólo Juan Pablo II ha optado por refutarle. Y, a la postre, ninguna razón de Estado se opondrá si no tiene razones. El Papa considera que la guerra que se dispone a lanzar Washington contra Sadam Husein no es justa. Es el mismo Papa que pide justicia para las víctimas del terrorismo, y que, por tanto, está bendiciendo que se persiga a los terroristas. Pero no así. Las perversidad de Husein no la deben pagar los iraquíes, sino el propio Husein. Además, creo no equivocarme en esta traducción de las palabras del Papa: ¡Ojo!, viene a decir el polaco: estáis forzando la máquina más de lo que aconseja la prudencia.
A fin de cuentas, el asunto es de lo más lógico: si no confío en Dios, ¿por qué tendría que confiar en el hombre o en las instituciones?
Eulogio López