(Marcos 1, 7-11).
(Lucas 3, 1-21).
He recibido permiso para narrar la historia de un hombre del que fui nombrado ángel tutelar. Sí, los ángeles vivimos fuera del tiempo. Por tanto, cada custodio puede tener varios custodiados a lo largo de la historia.
Al protagonista de nuestra historia le considero el prototipo de hombre del siglo XX. En su peripecia se condensa lo mejor y lo peor de aquella centuria: el martirio y el homicidio, un tiempo similar al que hizo exclamar a Isaías: "Si rompieses los cielos y descendieses".
Witold Pilecki nació en Rusia, en 1901, pero su corazón era polaco. Polonia es el país del siglo XX, y de toda la edad moderna, cuyas fronteras más se han movido de un lado a otro de la Europa central, al igual que sus gentes, perseguidas por los enemigos de Cristo, de un lado y del otro. Pilecki se enfrentó a todos ellos.
Como digo, Witold nació en 1901, más que nada para poder recorrer toda la primera mitad del siglo. Sus padres, viejos campesinos polacos, le educaron con el evangelio en la mano, un método bastante seguro. Al pequeño Witold se le quedaron grabados, vaya usted a saber por qué- los episodios de Juan el Bautista, una personalidad que le atrajo desde el minuto uno. En especial, aquello de "después de mí viene uno que era primero que yo y ante el que no soy digno de inclinarme para desatarle la correa de las sandalias". Con ese descubrimiento de que siempre hay alguien por encima de uno mismo, Pilecki mamó en su propio hogar el espíritu de servicio, que es lo propio del mártir. El Bautista se convirtió en el maestro admirado del pequeño Witold. Era uno de esos patriotas verdaderos, de los que no aman a la patria sino a los valores que ésta representa. Y ya se sabe que Polonia se conformó con esencias cristianas.
Muchos dicen que su vida debería ser llevada al cine pero los custodios también podemos ser egoístas: yo prefiero saborearla en privado.
A sus 17 años se vio obligado a combatir en la recta final de lo que llamáis la Primera guerra mundial, tras la cual resucitó una Polonia que tres potencias –Rusia, Prusia y Austria- habían fagocitado durante más de un siglo. El Único quiso premiar la fidelidad polaca.
En 1920, Pilecki ya era soldado del renacido Ejército polaco, el mismo Ejército nonato que consiguió la gran victoria de la Batalla del Vístula –el milagro del Vístula- sobre la más poderosa y cruel milicia del momento: el Ejército Rojo de Lenin, dispuesto a llevar el ateísmo comunista hasta el mismísimo Gibraltar, a través de un Europa devastada por la guerra.
En el margen derecho del Vístula, en una especie de Covadonga del siglo XX, es donde nació el odio de los soviéticos a Polonia, producto del odio, aún más intenso, que sentían por el Creador. Al igual que sus futuros aliados nazis, los comunistas sabían muy bien quién era el enemigo.
Pilecki no era un soldado profesional. Hasta 1939 no volvería a empuñar las armas. En aquel feliz periodo de entreguerras, el sentido de la justicia que animaba su fe no fue atacado. Así que se comenzó su aventura familiar: volvió a arar la tierra, se casó y tuvo dos hijos.
Pero ante la invasión nazi, Witold se afilia al llamado Ejército Secreto Polaco, que llegó a contar con 8.000 hombres, entre ellos, oficiales del Ejército polaco sobrevivientes de la fosas de Katyn, uno de los asesinatos en masa del siglo XXI: 21.000 religiosos, intelectuales y oficiales polacos prisioneros, asesinados y enterrados en zanjas comunes: el maligno andaba suelto por el mundo. Así que Witold acabó en el AK, el Ejército patriótico, brazo armado del Gobierno polaco en el exilio, con sede en Londres. El enemigo ya no era el ateísmo comunista sino el `paganismo' nazi, dos caras de una misma moneda homicida, la moneda vigente en los infiernos, de la misma forma que el Bautista se enfrentó a las dos caras de una misma moneda anticristiana: el paganismo del Imperio romano y el odio de los judíos pervertidos por el Mesías a quien decían adorar.
Fue entonces cuando se le ocurrió una idea realmente extraordinaria que a mí, su custodio me dejó sin criterio, algo que a los espíritus nos ocurre raramente. Ciertamente, no supe que aconsejarle, porque nada más ajeno a un mártir que la temeridad fanática, pero se me indicó que no debía tratar de evitarlo.
Witold aceptó la sugerencia de sus mandos de dejarse prender por la Gestapo para poder ingresar en el campo de exterminio de Auschwitz y, de esta forma, una de las más bestiales abyecciones permitidas a Satán durante el siglo XX, para organizar la resistencia desde dentro pero, sobre todo, para poder contar, de primera mano, a un incrédulo Occidente, lo que estaba ocurriendo allí.
Antes de encerrarle los alemanes hicieron con él lo que mejor sabían hacer: torturarle salvajemente. Estaba previsto, por él y por mí. Del mismo modo que era previsible algo no menos grave: que su sacrificio no sirviera para lograr el fin previsto. El Maligno había cosechado tal grado de vileza en una parte de la humanidad que la buena gente no podía concebir estas matanzas colectivas programadas y desarrolladas a nivel industrial.
Como fuere, ya en Auschwitz, Pilecki se mostró como el hombre preocupado de servir sin esperar recompensa. Organizó la resistencia de unos reclusos que oscilaban entre el instinto animal de supervivencia y la desesperación que les llevaba a aceptar la muerte como la única salida. En aquel mundo de zombis, aquel discípulo del Bautista, bajo el nombre de la guerra de Tomasz Serafinski, creó una llamada Unión de Organizaciones Militares y preparó a los mejores para hacerse con el control del campo, en caso de ataque aliado. Tampoco se olvidó de la 'logística': creo un canal de comunicación con el exterior para pasar informes y para recibir, en aquel infierno, alimentos, ropa y medicinas que repartía entre los reclusos de aquel matadero.
Pero hasta sus superiores, que le habían enviado al averno, creyeron que exageraba. Mucho más en Londres, donde sus informes acabarían en la papelera: debieron pensar que ni los endemoniados nazis podían caer tan bajo.
Al final se le ordenó salir del campo. Hasta que llegó ese momento, yo he visto a mi custodiado atar las correas de las sandalias a muchos polacos y aún a más judíos que, gracias a Witold, aprendieron a vivir y algunas veces también a morir.
Logró evadirse y el fracaso de su misión no arrumbó sus esperanzas. Participó en el levantamiento de Varsovia donde a punto estuvieron de hacerse con el control de la ciudad a pesar de no recibir el previsto apoyo aéreo aliado. Otra prisión nazi y salida del fuego para caer en las brasas: los bolcheviques expulsan a los nazis de Varsovia. Desde entonces, Pilecki cambia de enemigo: ahora luchará contra los comunistas para evitar la sovietización de Polonia.
Pilecki se une a los restos del cuerpo de ejército polaco que había combatido en Montecassino y en Normandía. Allí se encontró en su salsa. Eran los mismos hombres que habían dejado escrito, en las lapida del cenobio de San Benito, el sentido de sus vidas: "Nosotros, soldados polacos, ofrecemos nuestros cuerpos al suelo de Italia, nuestras almas a Dios, nuestros corazones a Polonia".
Pilecki organizó una red clandestina de información contra los rusos. Cuando los líderes del Occidente cristiano ceden ante Stalin en Yalta, los polacos se sienten traicionados pero Pilecki continúa luchando por una Polonia cristiana, es decir, libre. El Gobierno polaco en el exilio ordena a su ejército en el interior que se disuelva y huya al extranjero. Witold quien, como él decía, era "muy bueno obedeciendo", acata la orden de disolución pero no la de huída. Como combatiente solitario se dedica a proteger a los soldados polacos prisioneros de los comunistas o a los perseguidos por los asesinos del NKVD, el siniestro precedente del KGB del Gulag. Vuelve a enviar informes a Occidente, esta vez narrando las barbaridades soviéticos. Pero Occidente ha firmado la paz con la tiranía de Moscú y ya no quiere escuchar la voz de su conciencia. Al final, Pilecki es capturado por el NVKD. Los nazis no buscan excusas para sus crímenes. Por contra, el imperio de la mentira necesita disfrazar el homicidio de justicia. Los comunistas recluyen a Pilecki en la prisión Mokotov, en Varsovia. Donde nuevamente es brutalmente torturado antes del juicio.
Pilecki no desmaya. Como el Bautista se impone a la mentira. En aquel tribunal de la parodia soviética, testigos sobornados le acusan de crímenes de guerra. Estamos en 1947 y, como en el juicio del Maestro ante el Sanedrín, ni los testigos pagados logran formular una acusación coherente, mientras Pilecki denuncia los crímenes rusos contra los polacos, Katyn incluido. No se sintió un héroe por ello: como había ordenado el Bautista, Witold, como buen soldado, se conformaba con su soldada.
Al final, echan mano del último recurso: la traición, que siempre precede al martirio. Los jueces recurrieron a uno de sus excompañeros de armas con quien había luchado contra Hitler: nada menos que Józef Cyramkiewicz, superviviente de Auschwitz, quien acusó a su ex compañero de haber cometido asesinatos: "¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia". Pilecki fue fusilado en el patio de la prisión y Cyrankiewicz se convirtió en ministro de la nueva Polonia comunista.
Pero la conciencia humana es puñetera y se resiste a morir. Por eso, los soviéticos necesitaban ocultar las reliquias de Pilecki. Arrojaron sus restos a un vertedero para que su cuerpo fuera incinerado junto a la basura y sus restos desaparecieran, al igual que su historia. Esto último no lo conseguirán ni en vuestro mundo ni, mucho menos, en el Reino. Herodes, al menos, permitió que los discípulos de Juan honraran el cuerpo de su maestro, pero los soviets no podían permitir que surgiera un modelo de cristiano libre.
Al final, otro polaco, un tal Karol Wojtyla, terminaría con el comunismo, el imperio de la mentira. Y para ello, no necesitó disparar un solo tiro.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com