En cierta ocasión, el papa Wojtyla tuvo el acierto filosófico y el error de comunicación de afirmar que "el cielo no es un lugar". La traducción de todos los intelectuales, -vocablo que no necesariamente es sinónimo de inteligente- fue que el Papa, por fin, reconocía que el Cielo era un invento de la Iglesia. La verdad es que lo que Juan Pablo II quería señalar era que el Cielo, como el mundo sobrenatural entero, se encuentra fuera de la realidad espacio-temporal y que hasta la Nueva Jerusalén, la vida eterna, el Cielo, es mundo de espíritus, esos entes cuya función consiste en amar y odiar, y que, pegados a un cuerpo material, se convierten en los seres racionales que conocemos con el nombre de humanos.
Lo curioso es que si le hubiéramos explicado esto a un ciudadano de la antigüedad clásica o de la Edad Media, o incluso hasta bien entrada la era moderna, se hubiera sonreído, nos hubiera dado unas palmaditas y nos hubiera dicho: "Sí, muchas gracias, creo que ya lo sabía". También nos podría haber dicho, con el clásico: "Sólo los necios piensan que los ángeles son espíritus alados".
Sin embargo, miren ustedes por dónde, eso es lo que piensan nuestros personajes públicos. Al hombre del siglo XXI, tan cibernético, le resulta difícil pensar que el 99 por 100 de las veces en que cree estar pensando sólo está imaginando, manejando imágenes, no ideas, ni argumentos.El Cielo existe pero no es un lugar. El Infierno también existe, y tampoco es un lugar. La estupidez tampoco es un lugar pero reside en la televisión y en la legión de papanatas, algunos de ellos grandes eruditos y mejores retóricos, que no han aprendido que los humanos somos una mezcla de materia y espíritu, y que podemos demostrar la existencia del espíritu porque es lo único que en nosotros que no cambia, lo único que nos mantiene en nuestra identidad. Porque tenemos espíritu, tenemos nombre, somos irrepetibles, a pesar de que nuestra materia no hace otra cosa que dejar de ser, de forma constante. El hombre de las edades oscuras lo tenía meridianamente claro; el de hoy, no.
Eulogio López
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