(Mt 12, 21-37). Gamaliel era todo un experto en el sutil arte del debate público. Nos encontrábamos ante un sujeto que no hablaba para pensar ni dialogaba para concluir, sino con el único anhelo de laminar al adversario.
Tenía un talento especial para encontrar el punto débil del contrincante. Gamaliel, no buscaba el fallo más relevante. Prefería lo que podríamos llamar nimiedades tangibles, esos errores menores pero llamativos que pueden ser ridiculizados sin especial talento irónico. Y cuando Gamaliel mordía la presa ya no la soltaba. Repetía su cantinela una y otra vez, mientras sus compañeros aplaudían con ganas. Y es que la frivolidad no consiste en derrotar al opositor con razonamientos sino en ridiculizarle con cuestiones menores, especialmente con aquellos tópicos que la multitud está dispuesta a aceptar sin argumentos. Y Gamaliel era un frívolo, pero también un campeón del debate público, muy apreciado entre sus compañeros de la secta farisea.
Su técnica resultaba muy útil frente a los saduceos, a los que reprochaba su coqueteos con el invasor romano o frente a las familias sacerdotales, a cuenta de su ostentación, tan irritante para el pueblo. En plata: Gamaliel era un demagogo y sabía que al hombre-turba le encanta la demagogia. Una de sus víctimas favoritas era su tocayo, el miembro del Sanedrín que trataba de cumplir la ley de Moisés y que luego se convertiría en defensor de los apóstoles y, a la postre, bautizado por Pedro y Juan, junto a Nicodemo.
Cuando Gamaliel se encontraba en la cresta de la ola Jesús de Nazaret ya era conocido en la capital de Israel. La verdad es que donde se desenvolvía a sus anchas era en las pequeñas poblaciones rurales, habitadas por gentes menos pedantes que los de la capital. Una mañana, la tormenta estalló. Los fariseos le vigilaban y, por ello, le seguían a todas partes, hasta el punto de que en ocasiones sólo les distinguías de los discípulos por ser su ostentación de filacterias.
El Maestro había curado a un hombre que tenía la mano seca, una considerable molestia, no menos desagradable que una pierna inutilizada. Los ángeles no sabemos estas cosas por experiencia pero nuestra función en la vida, la de los malignos y la nuestra, consiste en observar a los hombres: ellos para dominaros, nosotros para protegeros. Y sabemos que los hombres todo lo hacéis con las manos.
La curación había tenido lugar en una sinagoga y Gamaliel y su grupo de animadores ya andaban algo mosqueados. Las sinagogas eran suyas y no podía permitirse que aquel impostor les demostrara, en su terreno, ante sus narices, su poder sobre la vida y sobre la enfermedad.
A la salida le siguieron por las callejuelas de Jerusalén. El Maestro nos pidió que nos alejáramos de allí para evitar un conflicto infructuoso. El Redentor jamás planteaba batallas para ganar, sólo para enseñar. El mariachi de Gamaliel nos seguía de cerca. Fue entonces cuando no topamos con aquel endemoniado, un poseso ciego y sordo.
No era una posesión rara. Debéis comprender que, en aquella época, los malignos atacaban, y aterraban, sin ambages a los hombres. Al revés que en vuestro mundo moderno, en aquella época no se ocultaban. No lo necesitaban, pues los hombres de aquel siglo, desde el Emperador al último siervo, nadie dudaba de la existencia del misterio de la iniquidad, ni de que, además del mal, existen los malignos.
Por otra parte, el género humano aún no había sido redimido. Los demonios, pues, pululaban a sus anchas. Y me gustaría aclararos algo que a los hijos de Adán os cuesta comprender. Los demonios atacan el cuerpo porque, ni entonces, ni ahora, ni nunca, les ha sido permitido poseer un alma, al menos mientras ésta habite en el mundo, regido por el sagrado principio de la libertad. Se les permite poseer un cuerpo contra la voluntad del hombre pero sólo la libertad de cada individuo puede abrirles las puertas del alma. Un endemoniado por propia voluntad es un enfermo mucho más grave que un simple poseso. Al uno le ha sido arrebatado el cuerpo, el otro ha entregado su alma Satán.
Total, que lo habitual era que los espíritus del Señor de las tinieblas inutilizaran los sentidos, especialmente la vista, el oído y el habla, que constituyen las vías de comunicación entre el alma y el cuerpo, entre la parte espiritual y la material de ese anfibio llamado hombre.
El Maestro se apiadó de aquel pobre hombre, de nombre Jonás, y ordenó al espíritu que le controlaba que abandonara su cuerpo de inmediato. Como siempre, lo hizo dirigiéndose al Padre e invocando la acción del Espíritu Santo, es decir, invocando al ser más amado por el Maestro.
La escena resultaba extraordinariamente divertida, por cuanto Gamaliel y los suyos podían lucubrar con lo de Padre, a pesar de que le sabían huérfano de padre, pero quién podía ser Aquel Espíritu Santo era algo que se les escapaba. Y así, claro, no hay forma de plantear un buen contraataque.
El desendemoniado hablaba y oía. Sólo tenía ojos para su sanador y el personal andaba maravillado, mudo de asombro. Ahora eran ellos los que andaban mudos de asombro. Fue entonces cuando el brillante Gamaliel, a quien sus compañeros reclamaban sin palabras -allí sólo hablaba el mudo- una salida a aquel callejón sin salida, exclamó, al estilo del sabio griego gritara su ¡Eureka!:
-Éste no echa a los demonios sino por el poder de Beelzebul, príncipe de los demonios.
Era el sofisma perfecto: no, no puedo negar que este hombre ha expulsado a un demonio de un cuerpo humano, porque todos lo están viendo y porque el beneficiado podría abofetearme. El Nazareno, el enemigo, ha provocado la admiración de la opinión pública. Por tanto, sólo quedan dos soluciones: reconocer que en él habita el poder de Dios, capaz de derrotar a los siervos de Satán… o bien es un siervo de Satán que se gana a los hombres con lo que podríamos llamar un combate amañado. La mezquindad da para eso y para mucho más. Este tipo de razonamientos enloquecidos es lo que los hombres calificáis de brillante y en el Reino conocemos como necedad supina.
Gamaliel se sintió orgulloso mientras recibía los parabienes de los suyos. Por lo general, ante estas salidas de pata de banco, el Redentor se divertía refutando la necedad. También esta vez bromeó acerca de la guerra civil que parecía enfrentar el señor del abismo: -Si Satanás arroja a Satanás, está dividido contra sí; ¿cómo pues, subsistirá su reino?
Pero en aquella ocasión sucedió algo más. El maestro no sonreía. Santiago Zebedeo, de vocación periodista, en permanente búsqueda del titular, definió aquella situación como la de la "santa ira del Cristo", aunque el carácter airado debía haberlo aplicado a toda la Trinidad beatísima. Aquella mirada serena pero penetrante de Cristo, la que nunca le habíamos visto, paralizaba más que una explosión de cólera. Se dirigió directamente al campeón de los fariseos y le dijo:
-Cualquier pecado o blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no les será perdonada.
Gamaliel no movía los párpados y la cuestión parecía lo suficientemente importante como para que el Maestro insistiera en ella:
-Quien hablare contra el Hijo del Hombre será perdonado pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero.
Apóstoles y fariseos estaban impresionados pero no acababan de entender la gravedad de las palabras de Gamaliel. Tengo que confesaros que los ángeles tampoco. Más humillado que contrito, declaro que la Santísima Trinidad, la mismísima esencia de Dos, supone un misterio también para los Ángeles, también en el Reino. Sospechamos, como sospecháis los mejores de vosotros, que es el misterio del amor lo que ha dado lugar a las tres personas distintas, tres seres que comparten, en su totalidad, una misma naturaleza. Porque el amor exige que exista el otro. Sabemos que una de esas tres personas entró en el espacio y en el tiempo por él creados y nos explicó el gran secreto. Sabemos, también, que el Espíritu Santo es la más importante de los tres, por constituir el amor del padre y el Hijo… y con el amor de Dios no se juega. Ni a los espíritus ni a hombres mortales se nos permite bromear con el amor de Dios. Gamaliel había traspasado la línea roja y el vértigo se había apoderado de él.
Su necedad le llevó a recuperarse enseguida. En cuanto Jesús se retiró ensayó una sonrisa de suficiencia ante los suyos, sonrisa que más pareció una mueca afectada y que sirvió para que la semilla que el Maestro había sembrado en su alma cayera en terreno baldío. La adulación de sus compañeros le convirtió en semilla estéril. El peor enemigo al que os enfrentáis los hombres es el mismo que afrontamos los ángeles antes del comienzo de los tiempos: el halago nos entontece.
El Maestro se retiró. Salió de Jerusalén por la puerta norte y, seguido por los suyos, ya extramuros de la ciudad, hizo un alto en el camino. Habían caminado en silencio porque la bronca a Gamaliel les había impresionado sólo algo menos que al abroncado. Sentados en círculo, mientras algunos iban a buscar agua y víveres, el otro Santiago, el primo de Jesús, conocido como 'el menor' -muy a su pesar-, le preguntó lo que todos queríamos preguntarle:
-Jesús, cuando Simón te preguntó cuántas veces debíamos perdonar nos dijiste que setenta veces siete, o sea, siempre. Y nos has repetido que Dios perdona en toda ocasión. Sin embargo cundo ese fariseo engreído te ha llamado demonio, has dicho que no se le perdonaría. ¿Por qué te referías a él, verdad?
-Si el hombre blasfema de Dios comete un pecado grave, pero mi Padre cuenta con ello. Pero cuando blasfema contra el Espíritu Santo blasfema contra la obra de Dios. ¿No os dais cuenta? El Espíritu Santo es la verdad. Por eso, blasfemar contra Él supone convertir el bien en mal y el mal en bien. La creación misma se trastorna. El hombre malvado es un rebelde contra Dios pero, si se arrepiente, cesa en su rebeldía y Dios le abraza, como en la historia del hijo ingrato que os conté. Lo las palabras de Gamaliel resultan mucho más graves y aún retumban en el Cielo. No se rebela contra el bien sino que afirma que el bien es el mal y el mal es el bien. Asegura que es el Maligno quien ha curado a un poseído. El hombre que acepta tal cosa Dios no puede perdonarle porque ese hombre no puede arrepentirse. Malo es negar a Dios pero peor es convertirle en demonio. Se puede ofender a Dios pero no desconfiar de su bondad y, mucho menos, convertir a Dios en Satán.
-Pero eran fariseos, Maestro –terció Andrés, el hermano de Pedro- gente que conoce bien las Sagradas Escrituras.
-Sí, Andrés, algunos de los más versados en la palabra de Dios son los más propensos a blasfemar contra el Espíritu Santo. Y no hay pecado más grave que ése. La gente sencilla blasfema contra el Padre y contra mí, y eso es mortal, pero los sabios del mundo y de la fe blasfeman contra el Espíritu Santo y eso no se les perdonará ni en este mundo ni en el otro. Antes tendrán que dar marcha atrás, volver a nacer de nuevo. Pero se niegan a hacerlo porque presumen de sus servicios a Dios y están consumidos por el orgullo de su cercanía a lo sagrado. Os lo aseguro, ningún vicio resulta más peligroso que el orgullo espiritual.
-Pero entonces, los más santos son los peores –arguyó Andrés.
El Maestro sonrió:
-No Andrés pero recordad lo que dijera un sabio romano: La corrupción de lo mejor es lo peor. Esa sentencia le fue iluminada por mi Padre. Cuanto más cerca esté un hombre del altar, la tentación del orgullo espiritual resulta más atrayente.
-Tú eres nuestro altar, Señor. Nosotros estamos cerca de tí –arguyó aquel genio sencillo, llamado Pedro.
El Maestro sonrió:
Vosotros crearéis la Iglesia de Dios y comprenderéis el alcance terrible de esta blasfemia contra el Espíritu Santo. Y pronto llegará el día en que vuestros principales adversarios no serán los gentiles, ni los paganos ni los infieles, sino aquellos hombres de que fe que estén junto a vosotros, que sean de los vuestros. Son los mismos que no pretenderán destruir la Iglesia, que es mi cuerpo, sino conquistarla y utilizarla. Entonces llamarán Satán a Dios y convertirán a Satán en Dios, desde el altar del templo. Mirad que os lo he advertido. Vuestro peor enemigo será el próximo, no el lejano, porque el extraño no blasfema contra el Espíritu Santo.
-Pero la blasfemia –objetó el menor de los santiagos- no son hechos, sino palabras.
-Así es, y yo os digo que de toda palaba ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta el día del juicio. Pues por tus palabras serás declarado justo o por tus palabras serás condenado.
-Nosotros pensamos que nos salvábamos por nuestros hechos –arguyó el racional Santiago Zebedeo.
-No, conoceréis a los hombres por sus hechos y por los frutos de sus hechos, pero os salvaréis por vuestras palabras, porque las palabras constituyen el reflejo de vuestros corazones.
-Entonces –concluyó Andrés- quien haya blasfemado contra el Espíritu Santo ya está condenado.
-Ofensas hechas a Dios sólo Dios las satisface.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com