Casi siempre, al acabar mis conversaciones con amigos y compañeros, tengo la impresión de que estamos de acuerdo en una cosa, en que ya no hay ideologías, excepto la de género.
Uno diría que se ha acabado la autopista de la abundancia, con muchos carriles para distintos cielos, y lo que se abre es una senda estrecha, donde ya no hay izquierda ni derecha. Sin embargo, esta ausencia de ideologías en realidad refleja la presencia de una única doctrina aplastante que está marcando la vida de Occidente. En el fondo, somos fanáticos y, como ocurre con todos los fundamentalistas, no nos damos cuenta de serlo.
Nuestro fanatismo consiste en una defensa exaltada del derecho al egoísmo. En el caso de partidos de derechas, este individualismo feroz posee una dimensión económica: normalmente genera leyes laborales algo caníbales. La izquierda prefiere dedicarse al egoísmo moral, produciendo legislación relacionada con el matrimonio o la reproducción, que se adapte a los diversos caprichos de la ciudadanía. No obstante, al final todos están de acuerdo: se cambian un poco las normativas, cuando surge un nuevo gobierno, pero nuestro inmenso narcisismo sigue su marcha hacia el suicidio colectivo occidental.
Esta ideología empezó a asentarse allá por los años setenta del siglo pasado. Lo curioso fue su capacidad tentacular para avanzar por la derecha a través del llamado neoliberalismo y por la izquierda, concretándose en un cierto progresismo social.
Y llegó un momento de ósmosis en el que los progres era neoliberales y los neoliberales progres: la nueva ideología había triunfado y la caída del muro de Berlín, en 1989, fue la fecha simbólica de la entronización de esta nueva mentalidad que desgraciadamente puede acabar con la verdadera democracia y con la estructura y cultura occidentales, pues ya se ha perdido el sentido de la trascendencia. Por tanto ¿si todo se acaba aquí?
Jesús Martínez Madrid