Ayer, en Epping, fueron citados a juicio Thomas Woolbourne, un obrero de Lambourne, y su mujer por descuidar a sus cinco hijos. El doctor Alpin declaró que acudió a la cabaña del acusado a petición del inspector de la SNPMI. Tanto la cabaña como los niños estaban sucios. Los niños parecían gozar de una salud magnífica, pero en caso de enfermedad las condiciones habrían sido preocupantes. Los acusados estaban sobrios. El hombre resultó absuelto. La mujer, que declaró que no podía hacer más porque estaba enferma y no tenía agua corriente, fue condenada a seis semanas de prisión.

No es un relato, sino una información periodística sobre un suceso acaecido en la Inglaterra de 1920, que se parece mucho a la España del siglo XXI. En ambas, se practica la ingeniería genética, El Estado decide quién tiene derecho a vivir y quién será una carga improductiva y en ambas el Estado, es decir, el Gobierno, se entromete en la vida privada de las personas y suplanta a la familia por motivos, eso sí, muy filantrópicos.

No se ayuda a la mujer a tener hijos, pero se le pone fácil abortar o contra-concebir. No se ayuda, todo lo contrario, a las parejas a comprar una vivienda pero, eso sí, pueden divorciarse en tres meses y sin alegar causa alguna. No se apoya a las parejas que deciden tener hijos con ningún tipo de salario social (es más, la limosna llamamos salario social sólo se paga a las madres que trabajan fuera de casa) pero, eso sí, se alientan las bodas gay, las que no pueden proporcionar hijos a la sociedad. Igualito que en la Inglaterra de 1920, pionera en la ingeniería genética y en la ingeniería social, la dos aberración del mundo actual.

Digo todo esto por el proyecto de Ley de Dependencia aprobado el pasado viernes 21 por el Gobierno Zapatero, El ministro de trabajo y Seguridad Social, Jesús Caldera, se jartó de hablar de la cuarta pata del Estado del Bienestar. Transido por la emoción, con la lágrima a punto de brotar, Caldera nos habló de que aquel proyecto de atención a las personas dependientes, a los que no se pueden valer por sí mismos (eso sí, siempre que hayan logrado nacer) representaba una verdadera revolución. El Partido Popular, por boca de Ana Pastor, practicó la modalidad deportiva de volver a confundir la gimnasia con la magnesia y achacó al Gobierno que la ayuda a los dependientes era escasa. El PP siempre hace algo similar: si ve quemarse una casa vocifera que el Gobierno es el responsable de no haber quemado, además, toda la manzana. Tiene razón Zapatero cuando recuerda que la derecha española se arroga sus posiciones y hace suyas las posturas de la izquierda: especialmente las más idiotas.

Veamos, la gente inteligente no le pide nada al Estad lo que le exige es que no le quite, que no le confisque, ni su dinero ni sus derechos. Lo que le pide, en pocas palabras, es que le deje en paz. Caldera tiene razón: la alabada Ley de Dependencia es una revolución, una revolución bolchevique, donde el Estado, es decir, el Gobierno, es decir, el partido gobernante, te dice cómo debes vivir. Eres libre para vivir como quieras, pero te arriesgas a terminar en prisión. El Estado pidió que la señora Woolbourne tuviera un hogar decente dado que su marido cobraba una miseria (en España diríamos: dado que no podía acceder a las carísimas viviendas) y agua donde lavar a sus hijos pero, a cambio, siempre solícito a las necesidades de los demás, decidió encerrar en la cárcel a la buena mujer. Es decir, decidió robarle a sus hijos en nombre de la solidaridad.

Nadie más dependiente que un hijo de sus padres, pero también nadie más independiente de la familia que los ancianos. La revolución calderiana, que no calderoniana, propone que el Estado se encargue de cuidar de los ancianos o impedidos que no pueden valerse por sí mismos. Yo propongo otra alternativa: que se ayuda a las familias, mejor, que no se la incordie, para que puedan cumplir la tarea de cuidar de pequeños, impedidos y mayores, como ha hecho en los cinco continentes desde que el mundo es mundo, y como continúa haciendo ahora mismo. Y al Estado le resultará más barato, porque la familia se guía por el amor entre sus miembros, mientras que el Estado y el mercado se guían por el principio de contraprestación.

Y aun por otra razón: porque la gente no sólo necesita atenciones físicas para vivir: también necesita afecto. Y Jesús Caldera, créanme, no puede proporcionárselo.

No, la revolución Caldera es una revolución progresista, y el ideal del progre se resume de la siguiente forma: paga tus impuestos y yo decidiré a qué destino el dinero. Una traducción funcionarial de lo que en el sector privado se traduciría así: Dame el dinero, repugnante capitalista, y no quiero volverte a ver más por aquí. Dios nos libre de los políticos filántropos y de los empresarios creadores de riqueza.

Eulogio López