Un cuarto de siglo hace que Luis Valls comenzó su revolución silenciosa en la gran empresa española. No me refiero al dinero de plástico, al capital riesgo o al leasing. Esos son tontunas. Tampoco hablo de esquemas de gestión ni de cocientes de solvencia y rentabilidad, que producen mucha risa. No, la revolución de Valls consistió en decirles a los consejeros del Banco Popular que era una vulgaridad eso de cobrar participación en beneficios, el gran chollo de la aristocracia empresarial y financiera española desde la post-guerra. Que lo mejor era devolver a la sociedad lo que la sociedad le otorgaba. Es decir, que Valls inventó la reputación corporativa antes de que los nuevos yupi-solidarios se enteraran de lo que significaban. Para ser exactos, antes de que hubiesen nacido.
Entiéndanme: no suprimió la participación en beneficio, también llamadas atenciones estatutarias, que entonces solían rozar el 5% del beneficio. Sí, el 5% del beneficio bruto. No, lo que dijo fue que las siguieran cobrando pero que las dedicaran a obras sociales. De esta forma, y sin que nadie se enterara, el Popular se convirtió en la primera fundación española, por encima de la Fundación March, y la Barrié de la Maza o cualquier otra de las clásicas. Valls siempre tuvo claro que donde no hay beneficio, no puede haber beneficencia.
Hasta creó un banco, no es broma, llamado Banco de Depósitos, con una plantilla de tres personas. El banco recogía la participación en beneficios, sí asignada pero no cobrada por los consejeros (el consejero se conformaba y conforma con el dividendo, en el Banco Popular), para disponer de capital. Luego, lo dedicaba a pagar becas de estudios, organizar centros de asistencia, etc. Eran donaciones, desde luego, pero, por ejemplo, Valls consideraba las becas de estudios un préstamo. En efecto, muchos de los agraciados, una vez instalados, compraban participaciones del Depósitos, hasta que alguien en el Banco de España se dio cuenta de que aquella desconocida entidad figuraba en cabeza del ranking de rentabilidad que publicaba el Consejo Superior Bancario. Y claro, los hombres del Banco de España aconsejaron que aquello no era un banco y que debía dejar de llamarse así.
La aristocracia financiera española, tan amiga de la vagancia, siguió llenándose el bolsillo en bancos y empresas, pero no en el Popular. En el Popular, el consejero cobraba su dividendo, el mismo que el más pequeño de los accionistas, sin bromas. Y si querían más dividendo, se preocupaban de que el banco lo lograra o se compraban más acciones. Trabajaban, cosa que no puede decirse de los consejeros de otras entidades. El Popular, el banco más rentable del mundo, funcionaba como una ONG, pero, eso sí, muy profesional. Una verdadera revolución, la más importante de todas.
Y no crean que las cosas han cambiado en el siglo XXI. Se mantiene la participación en beneficios, la sopa-boba de los niños bien, sólo que tras las Comisiones Olivencia, Aldama, etc, ahora recibe otros nombres. Ahora resulta que los consejeros trabajan en comisiones, qué cosas, de donde obtienen buenos réditos, o se les premia con presencia en foros internacionales, o se les conceden fondos de pensiones multimillonarios disfrazados como pagos en especie, o se les firman contratos blindados con tareas bien precisas y generalmente tan suprimibles como absurdas, o se les otorgan obligaciones preferentes mientras al pequeño accionista se le obliga a renunciar a sus derechos de suscripción preferente, la única forma de sacar algún rendimiento a los ahorros cuando pintan bastos.
No, el capitalismo amable y progresista del siglo XXI, el de los convenios mundiales, el desarrollo sostenible y la reputación social corporativa no es más generoso que el de hace 30 años: simplemente, es más hipócrita. Hasta cuando se convierte en fundación lo hace por motivos fiscales.
El ejemplo vallsiano no ha cundido, la revolución vallsiana se ha extendido a otras firmas, como Acerinox, MRW, Mapfre o incluso, en parte, Cepsa, pero no mucho más. Puede resumirse en dos preceptos, en verdaderos revolucionarios, libertarios, rompedores: el consejero es el propietario, y el propietario cobra su dividendo, y no cobra nada más. El segundo principio lo expresaba Ramón Areces, yo al menos se lo escuché a él, cuando afirmaba que la sociedad había dado mucho a El Corte Inglés. Por tanto, El Corte Inglés tenía que devolverle mucho a la sociedad. La labor social de la empresa se concibe así como una obligación, no como graciosa donación de un filántropo con bombín.
Pero hay algo más que distinguía a Valls de, por ejemplo, el mismo Areces (a ambos les unía su austeridad, poca amiga de fastos innecesarios). Mientras el asturiano estuvo siempre pendiente de la sucesión, verdadera pieza clave de las empresas familiares, Valls nos ha mareado a todos los periodistas bancarios españoles con el enigma de su sucesión. ¿Saben cuál era ese enigma? Que no había tal, que le importaba un pimiento la sucesión, porque no se sentía un rey que deba trasmitir un legado a su heredero. Deja el cargo a un jovencito de 42 abriles, en paridad a su hermano Javier. Y sí, sí tenía herederos, y los hay en las familias con importante presencia en el capital. Es igual, él ya hizo su obra. Ahora, los que vengan no tienen que recoger una herencia, sino seguir un ejemplo.
Eulogio López