Juan Pablo II lo dejó muy claro, toda democracia desprovista de valores se convierte en totalitarismo. Y como no podía ser de otra manera, la misma doctrina ha sido reiterada por la Santa Sede en la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) la semana pasada. El relativismo, la ausencia de verdades definitivas, no puede convertirse en el fundamento filosófico de la democracia, señaló el oficial del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz, Anthony Frontiero, informa Zenit.
Por el contrario, la experiencia de una filosofía vacua nos lleva inexorablemente al totalitarismo. Porque si no existe verdad, cualquier cosa es verdad. Y de esta forma, también la unión homosexual podría ser considerada un matrimonio. Los relativistas afirman que eso no desvaloriza la figura, sino que la extiende. Pero todos los estudiantes saben que cuando se subraya todo, nada es especialmente importante. Cuando todo es esencial, nada lo es. Igual que cuando se deifica el dinero o el progreso, Dios pierde su puesto.
Por eso, la Santa Sede no acepta que el agnosticismo y el relativismo se conviertan en la base filosófica de la democracia. El sistema de convivencia se basaría en la imposibilidad de conocer la existencia de Dios o en que ese conocimiento resultase irrelevante desde el punto de vista público. Además, no existiría más verdad que la que se dictaminase desde las urnas, marcada por la mayoría.
Y esto resulta perverso e insostenible. Nadie permitiría que una mayoría dictaminase de nuevo el exterminio de una parte de la población por razón de su raza o religión. Porque en el fondo, el hombre necesita del absoluto, de las verdades definitivas que aparecen en el frontispicio de la Carta Magna y de los Derechos Humanos. Pero es importante reconocer que esos derechos no son dados por el poder, sino reconocidos por la autoridad, la única manera de que esta se haga legítima.
Y es que como apunta la Santa Sede- si no existe una verdad última que guíe la acción política, las ideas y las convicciones pueden ser fácilmente manipuladas por razones de poder. O sea, el totalitarismo al que se refería Juan Pablo II. El mismo totalitarismo nazi, nacido de las urnas de un pueblo humillado. Y el mismo que se observa en algunas legislaciones europeas que por una parte censuran la libertad de expresión por deificar determinadas tendencias históricas. Y en paralelo, censuran determinados movimientos religiosos a los que incluyen en la lista de sectas.
Y más: algunos clérigos europeos han ingresado ya en prisión por defender el Evangelio. Una Buena Palabra que choca frontalmente con la nueva fe laicista cocinada en el lobby radical feminista y homosexual. Esta minoría radical marca unos nuevos credos fuera de los cuales no hay salvación. Y así, la violencia de género debe considerarse como un hecho general y nunca causado por celos o desavenencias conyugales sino por la agresividad connatural del varón frente a la bondad natural de la mujer. Y por lo mismo, el hombre excelso, está llamado a la homosexualidad, no como una realidad tolerada, sino plausible.
Quien se mueva, no sale en la foto. Queda fuera de las subvenciones públicas, del discurso oficial o incluso amenazado con contingencias penales. Este es el proyecto de De la Vega: conseguir que el aborto y la homosexualidad sean declarados derechos humanos de segunda generación para anatemizar a quien se le ocurra discrepar. Y es que, efectivamente, una democracia sin valores, se convierte en totalitarismo del poder.
Luis Losada Pescador