(Mateo 13, 36-53).

Alfonso Rodríguez era reconocido –y eso era lo importante- en todo el orbe occidental como el padre de la teología de la liberación. Un cura dominico que pasaba por ser uno de los grandes teólogos del postconcilio, y al que muchos católicos consideraban un progresista de futuro… porque todos los progresistas están llenos de futuro.

Rodríguez era un líder doctrinal, ideológico y había forjado su liderazgo a costa de un adversario. En su caso, el oponente era la Iglesia oficial, la misma que había interpretado arteramente el Evangelio, el concilio y en general, los tiempos modernos, a los que, naturalmente, no había sabido adaptarse.

Y como todo líder, especialmente los líderes de masas, el teólogo Rodríguez se había convertido en esclavo de sus propios seguidores, siervo de la admiración y el aplauso de sus discípulos. No les podía fallar.

Es lo que os ocurre a los hombres en vuestro siglo XXI. En la sociedad de la información, donde la velocidad con la que fluye la información y el conocimiento,  convierte al maestro en esclavo de sus  discípulos y al emisor en esclavo de sus receptores, que le obligan a no desviarse un ápice de sus aplaudidos planteamientos. En la sociedad de la información, la heterodoxia es dogma mucho más castrante que la ortodoxia y cierra la vía al cambio, es decir, al arrepentimiento, tan jaleado como está por sus discípulos y señores.

El cometido de todo teólogo progre es tremendo. El Evangelio es un libro sencillo y dice lo que dice: ni más ni menos. Hay que retorcerlo con mucho empeño para concluir las sofisticadísimas herejías majaderas que, por los demás, se repiten cada 100 años, aproximadamente.

Alfonso Rodríguez apenas pisaba la Iglesia. Hacía años que apenas veía al Santísimo como no fuera en las llamadas asambleas dominicales. En otras palabras, sacerdote como era, apenas celebraba el sacrificio de la misa porque el estudio y la investigación consumían todo su tiempo. Falso, claro está, pero servía de consuelo. Por supuesto, no vestía sotana que había jubilado años atrás, aunque tampoco corbata, y se pasaba la vida viajando por el mundo, de avión en avión y de hotel en hotel, explicando la Biblia de verdad, oculta durante siglos por el velo maledicente de la jerarquía. Esto es: corrigiendo a los evangelistas y recreando al Creador.

Pero ésta es la trampa de los evangelios. Siempre que alguien accede al texto directamente corre el peligro de comprenderlo. De hecho, Alfonso Rodríguez llevaba años sin leer el Evangelio aunque, a cambio, leía a otros cronistas del texto tan centrífugos como él. Eso sí, con un exquisito cuidado en no volver al texto original y, en particular, en no abordarlo como lo abordan los niños: sin prejuicios. Sencillamente, leyendo.

Pero la celda estaba preparada. Aquel domingo por la tarde Alfonso Rodríguez se encontraba en su despacho, más aburrido que una ostra. Es duro ser un intelectual progresista: no pueden verte disfrutar de un partido de fútbol o de una película de vaqueros: tu imagen se iría al garete.

Así que nuestro hombre observaba, distraído, su aburridísima biblioteca, cuando reparó en la vieja biblia de su madres, una Nacar-Colunga, que aquella oriunda de Galicia había heredado de no se sabe quién y se había llevado consigo al Nuevo Mundo donde había emigrado.  El volumen tenía un marcapáginas, consistente en una imagen del Sagrado Corazón que se había quedado atascada donde su madre la había dejado.

Sí, recordaba a su madre, fallecida tiempo atrás, quien jamás había leído ni uno sólo de sus libros pero que sí leía, cada día, un pasaje de aquel libro al que su hijo dedicaba tantos volúmenes y tan poca atención. Quizás porque su madre no accedía a las citas para impartir conferencias o redondear argumentos, sino que leía la vida de Jesucristo para vivirla.

Tras su muerte, legó a su hijo sacerdote aquel volumen, y con la herencia iba la imagen del Sagrado Corazón ubicada en el capítulo XIII de San Mateo, quizás el último texto leído. Y fue entonces cuando Alfonso cometió el mencionado error: jamás se debe leer el evangelio de forma directa, sin anestesia, pues su irrepetible simplicidad puede desmontar el más alambicado y brillante retorcimiento de los glosadores progresistas:

-El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre, el campo es el mundo, la buena semilla son los hijos del Reino, la cizaña son los hijos del diablo, la siega es el fin del mundo, los segadores son los ángeles.

Llevaba tanto tiempo de teólogo, es decir, tanto tiempo leyendo las glosas del Evangelio, sin acudir a la fuente original, que había olvidado el estilo llano, director, casi aterrador, del discurso del Nazareno. Si había algo ajeno al Redentor era el circunloquio. Es más se diría que aborrecía de las alegorías, tan queridas por Alfonso: "La siega es el fin del mundo". Así, sin anestesia. Él, que siempre había mantenido en el nebuloso mundo de la metáfora esa realidad tan vulgar y apocalíptica del fin del mundo.

Y no había forma de escapar de aquel odioso realismo:

-Del mismo modo que se reúne la cizaña y se quema en el fuego, así será el fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que causan escándalo y obran la maldad y los arrojarán en el horno del fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.

Y él, Alfonso Rodríguez, teólogo liberador, que siempre se había referido al infierno como un símbolo del mal, o como una realidad temible, ¿qué podía hacer ahora cuando el mismo Cristo, del que se suponía era autorizadísimo intérprete, le contradecía de modo flagrante?

Fue entonces cuando el mundo se le vino encima. La vanidad mundana, la estima ajena le había encaramado a un trono asentado sobre un globo hinchado. Y ahora comprendía que también él estaba… a la espera de juicio. Llevaba décadas, toda una vida, elaborando teorías sobre un evangelio que no había leído desde hacía décadas. Y encima, al Espíritu Santo le gusta bromear, le vino a la memoria otra sentencia olvidada, de la misma obra, la que servía de guía de interpretación para aquellas viejas palabras que ahora se le presentaban como hiriente novedad: "Lo que atares en la tierra quedara atado en el cielo".

Él, Alfonso Rodríguez Beneyto, cuya fama se había forjado en una sabia disidencia frente el Papa de Roma, y la jerarquía eclesiástica, que era considerado el maestro de las Sagradas escrituras, caía en la cuenta de su error, caía desde todo lo alto del empecinamiento, por miedo a un infierno que ahora sabía real y verdadero. Y entonces supo lo que tenía que hacer… ¡aunque resultaba dificilísimo! Se refería a otra virtud olvidada por un intelectual de su calibre: la humildad.

Y es que recordó aquel dicho de su viejo colegio en el sentido de los curas nunca se salvan ni se condenan solos. En plata: tenía que reparar el mal causado. Ante Dios era fácil pero ante su grupo más próximo y ante su público, de los que era corifeo, el asunto resultó mucho más complejo.

De hecho, en cuanto lo expuso a los suyos y tras el pasmo inicial de todos, supo que debía abandonar la congregación donde había vivido por más de veinte años. A continuación, concedió una entrevista a un importante canal de Televisión, con la intención de que se propagara por Internet, por Youtube, para dar cuenta de su error y explicar al mundo que eran el papa y los obispos, aquellos vulgares ignorantes de dos días atrás, quienes tenían razón y él quien estaba equivocado. Los inquisidores estaban en lo cierto. Sabía que sólo tenía una oportunidad por cuanto el Rodríguez converso dejó de ser noticia. Un ortodoxo, el verdadero revolucionario, ya no interesaba a los medios del sistema.

Fue un trago muy duro pero, al final, se sintió liberado como nunca se había sentido desde su niñez. Cuestiones como el carisma popular o la reforma eclesial dejaron de importarle un comino, pues había recuperado aquellas palabras:

-La siega es el fin del mundo, los segadores son los ángeles.

Y como Alfonso Rodríguez no quería formar parte del cupo de chamuscados se sintió confortado. Además, ya no tenía que preocuparse de su imagen pública, sólo de la imagen que exhibía ante Dios y, en cualquier caso: ¿quién sabe lo que quedaba para la siega y la quema? A lo mejor muy poco.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com