Drama de época que narra los últimos días del literato Leon Tolstoi (autor de Anna Karenina y Guerra y Paz) y que demuestra la gran distancia que existía entre su genialidad literaria y su vida personal.
La última estación arranca con la contratación como secretario personal de Tolstoi de Valentin Bulgakov y su llegada a Yasnaya Polyana, la finca del literato. Un escenario donde el matrimonio Tolstoi mantenía su particular guerra sobre el legado del escritor. Pronto, este joven ingenuo, un verdadero admirador de las teorías tolstosianas, va percibiendo que su ídolo no es perfecto y que la cosmovisión que defiende Tolstoi de la sociedad tiene fisuras
El acercamiento que Hoffman realiza de la figura de Tolstoi es apasionante aunque demasiado blando. En esta película sólo se atisba levemente la megalómana personalidad del literato ruso quien se creía, como bien lo define el escritor Paul Jonshon, El hermano mayor de Dios. Porque, de alguna forma, en esta biografía cinematográfica se hace responsable del tratamiento humillante que Tolstoi daba a su esposa Sofya a su principal discípulo: Vladimir Grigorevich Chertkov. Cuando los diarios que transcriben esa relación (escritos por ambos esposos y por Valentín) dan cuenta de que Tolstoi era incapaz de amar a una persona, porque él se creía destinado a amar a toda la humanidad. Quizás por ello, fue el primer literato en ser profeta de los medios de comunicación que ya, a principios del s. XX, vivían pendiente de las idas y venidas del escritor (en los alrededores la finca Yasnaya Polyana acampaban reporteros prácticamente todo el año, como ocurre actualmente con algunos famosos de escaso pedigrí).
La puesta en escena de La última estación es excelente pero lo que realmente destaca de este drama es el duelo interpretativo que mantienen los veteranos Helen Mirren y Christopher Plummer. Sólo por los registros de los que hacen gala merece la pena contemplar esta película Que, por otro lado, sólo resultará interesante a un público minoritario.
Para: Los admiradores de Tolstoi que no les importe descubrir que el ídolo tenía los pies de barro