Mi nombre completo es José Eulogio. Por eso, desde aquí, trasmutado en Pepiño Blanco, quiero hacer un llamamiento a la Jerarquía episcopal contra el lamentable tratamiento que se ofrece a mis dos patronos. Mal está que al bueno de San Eulogio me lo utilicen de comodín por todo el santoral, me le trasfieran del 11 de marzo al 9 de enero, pero ya San José haya perdido la condición de fiesta de precepto y que, encima, lo celebremos el sábado 15, es indignante.

Y el caso es que San José es un santo muy actual, especialmente por la degradación, no de la figura del padre, sino de la figura del esposo, gracias al más grandioso cretinismo contemporáneo: el feminismo.

Para las feministas, y por influencia suya para muchas mujeres y más de un varón, un varón es, en el mejor de los casos, un semental. Alguien que pone su semilla y se retira del proscenio. Con dolor he de reconocer que a muchos compatriotas del sexo, no les molesta esta reducción a la condición de animal. Y es que la imbecilidad se distribuye por igual entre ellos y ellas.

Es así como la mujer, o al menos muchas mujeres, aplican una violencia de género bestial, con el apoyo del Estado, al decidir unilateralmente cuántos hijos tiene la pareja o al decidir tener hijo sin padre, eso que tanto le gustaba a La Pasionaria o, -esto no pudo hacerlo La Pasionaria- tener hijos sin colaboración de varón con donantes anónimos.

Es decir, lo contrario de San José esposo y padre modelo sin intervención sexual alguna. Si alguien era consciente de que el voto matrimonial y la paternidad, no es eso que se hace en el tálamo, sino que recorre la vida entera de la persona.

Hay un segundo aspecto: la vocación de servicio. Si en algo se rebela la virilidad de San José es en esa disposición masculina para afrontar los trabajos más duros sin esperar reconocimiento de los próximos ni alabanza de los ajenos. Es decir, un tipo recio, con la característica central de la reciedumbre: la aversión al exhibicionismo. Servir, sí, pero en silencio.

Es San José patrono de las vocaciones sacerdotales, y no me extraña. Es curioso: no dejamos de hablar de crisis de vocaciones y muchas almas pías, e ingenuas, lo atribuyen a la dureza del celibato y resto de obligaciones presbiterales para un mundo moderno tirando a comodón. Son las mismas almas pías que solicitan el anti-josismo: rebajar las exigencias de los consagrados. Pues bien, la realidad afirma justo lo contrario de esta teoría: los movimientos cristianos y las congregaciones que más exigen -más entrega, se entiende- a sus miembros, son las que más vocaciones tienen.

Impresionado me quedé semanas atrás cuando acudí al seminario de los Legionarios de Cristo en Salamanca: 175 seminaristas -sólo en España- que se preparan para el  sacerdocio con dos años de estudios clásicos, cuatro de filosofía y cinco de teología. Gente que reza y estudia en silencio todo el día, viviendo en la austeridad más completa.

La reciedumbre josiana en la entrega a Dios y a los demás no disuade al hombre: lo que le disuade es la tibieza gelatinosa, tan alabada y tan aburrida.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com