"¿Para qué reunir el Consejo cuando nuestro corazón está en cenizas y rondan nuestra cabeza pensamientos de impotencia?".
Así se expresa el coro de los ancianos en Barioná, el hijo del trueno, de Jean-Paul Sartre, manifestando la desazón de una sociedad sin esperanza. Convocados por su jefe, Barioná, los ancianos consejeros expresan el malestar de un pueblo sin rumbo ni futuro.
Unas supuestas "ideas ultraconservadoras" y la formulación explícita de "no abandonar sus convicciones personales", suspenden hasta la semana próxima el veredicto final hacia el actual ministro de Asuntos Exteriores de Malta, Tonio Borg, con el fin de ocupar el puesto de comisario europeo de Salud. Nos encontramos en una auténtica reedición del veto al excomisario italiano Rocco Buttiglione por manifestar públicamente lo ajeno que se encontraba su corazón a realizar una apología de El Banquete, en la defensa del amor homosexual.
Si la libertad verdadera consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, en materia religiosa no se podrá obligar a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le deberá impedir que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. En caso contrario, la libertad de conciencia y religiosa sería vulnerada, por no decir extinguida.
Ser contrario al aborto, al divorcio y al matrimonio homosexual, además de ser políticamente incorrecto, no parece saludable para una sociedad incapaz de reconocer sus propias patologías. ¿Qué se exige al actual ministro Borg, cuando no se respeta su libertad religiosa? ¿No deberíamos exigir similar purificación a la "razón laica", desvinculada de una finalidad o de un sentido último para la vida?
El filósofo Habermas piensa que las reglas de juego impuestas por la secularización penalizan a los creyentes. Con la excusa de la imparcialidad cosmovisional, el Estado está apostando por una sociedad muy concreta (materialista y atea) al tiempo que margina cualquier opinión de inspiración religiosa.
Nos aproximamos -entiende Habermas- a una sociedad "postsecular", a una superación de la secularización entendida al modo laicista. Superación de una falsa neutralidad estatal que expulsa de la plaza pública argumentos metafísicos de inspiración religiosa, en tanto concede lugar de honor a los argumentos de inspiración atea. Es posible, sin duda, un Estado no cristiano, pero no es posible un Estado ateo, o relegar a Dios incondicionalmente a la esfera de lo privado a la hora de intentar construir Europa.
Los católicos somos objeto de una forma sutil de discriminación: la llamada "doctrina de las razones públicas", propugnada por John Rawls, que excluye la posibilidad de que los creyentes hagan valer en los debates jurídicos y políticos argumentos dependientes de sus convicciones religiosas.
¿No es esta discriminación de los creyentes una vulneración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, donde se recoge que toda persona humana tiene derecho al culto público y privado?
La libertad religiosa no parece estar garantizada ni el culto público asegurado cuando no se respeta el hecho de que todas las religiones tienen derecho a intentar influir en las costumbres, en la ética de la sociedad, tal y como se recoge en el artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. La libertad religiosa no se limita a la posibilidad de profesar creencias en la vida privada, sino que incluye defender leyes conformes a las propias creencias.
Existe el deber de los católicos de influir en la sociedad para encaminarla hacia valores jurídico-naturales, pero también cristianos, que no pertenecen a la esfera privada. Un cristiano que deja de serlo en la vida pública no es un verdadero cristiano ni conoce en absoluto su fe. En un sentido similar Andrés Ollero, magistrado del Tribunal Constitucional vapuleado por la izquierda mediática y política, realiza esta pertinente observación: "la laicidad positiva, que consiste en que los poderes públicos tengan en cuenta las creencias de la sociedad, está sometida a una inevitable condición: que los propios creyentes no se autoconvenzan a priori de que las suyas, por misteriosas razones que no compete al Estado descifrar, no deben ser tenidas en cuenta".
Defender la libertad religiosa implica exigir nuestro derecho a exponer nuestras opiniones morales, no permitir que se intente despachar por "convicciones religiosas" que los creyentes deben guardarse para sí mismos argumentos racionales que sólo apelan a la naturaleza humana y al bien común de la sociedad. Y en todo caso, ¿por qué razón habría que excluir del ámbito público cualquier posición moral que haya tenido su origen en la religión? ¿Acaso deberíamos prescindir de todas las normas morales que se basan en principios religiosos?
El pronunciamiento definitivo del Parlamento Europeo sobre la idoneidad del futuro comisario Borg, asociando convicciones éticas y religiosas con intolerancia, parece ya poco relevante cuando se manifiesta en el escrutinio previo el desprecio por cualquier realidad que no sea la aceptada socialmente.
La atrofia moral y la autocomplacencia de intentar erradicar lo incondicional y sustituirlo por la exaltación del fragmento, de reemplazar la cultura disidente, uniformándola a la hegemonía del paradigma progresista de la cultura europea, lleva no sólo a la barbarie y decadencia, sino a privar al hombre de cualquier certidumbre y verdad, propósito o finalidad, a despojarlo de cualquier fuente de lo bueno y de lo verdadero en su afán de arrancarle la esperanza.
Al igual que la aldea regida por Barioná recobra el júbilo por el anuncio de una Presencia humana y divina, cuando Europa amenaza ruina se hace necesario el derecho del hombre a testimoniar su fe -la entrada del Eterno en lo temporal-, la propuesta de bienes definitivos, más allá de los propios deseos, que llevan a los hombres a vivir con esperanza.
Roberto Esteban Duque