No soy ningún experto taurino, aunque confieso que me gusta la fiesta. Así que practico la osadía del novato. Lo que distingue a José Tomás es la autenticidad. El de Galapagar se queda quieto cuando llega la fiera. Por eso la gente paga lo que sea con tal de sentir la emoción del riesgo, el asomo de la muerte.
Hay que tener valor para acercarse a un camión con cuernos y muy mala uva. El resto de los toreros son menos auténticos: no es que se arrimen más o menos, es que hacen como que se arriman, según ese artificio que el mundo del toro llama adorno: contorsiones gimnásticas para mantenerse lejos de los cuernos y cerca de la testuz, lejos de la cara y cerca del occipucio. La mayoría de los diestros se comportan como esos historiadores, periodistas, políticos y jueces que le pisan la cola al león después de muerto, que masacran al moro muerto con una gran lanzada.
Llevamos un cuarto de siglo con la fiesta desfallecida, no por falta de bravura en los toros -hasta Tomás yo también creía que ésa era la explicación- sino por falta de toreros que se arrimen, que hagan sentir la emoción del riesgo a los espectadores así como la superioridad del animal con alma frente a la que carece de ella, la victoria de un hombre que, con un trapo de color, controla a la fiera. Porque el torero, al menos José Tomás, no derrota al toro sino que se vence a sí mismo, controla su propio miedo, lo que le convierte en una gloriosa metáfora de la vida, donde la única elección realmente definitiva del alma libre consiste en optar por luchar contra los demás o contra uno mismo. Los valientes siempre eligen lo segundo.
Reparemos en que este último cuarto de siglo de toreo ramplón, de adornos, mistificación, artificio, ha sido el más aplaudido por el mundo, por la generalidad, mientras el aficionado verdadero se iba retirando del proscenio. La alta sociedad, que se elevada cada día tiene menos, ha convertido la fiesta -ejemplo, el San Isidro matritense- en un signo de distinción social y económica. Cada palco de La Monumental madrileña se ha convertido en un nuevo Palacio donde los pudientes invitan a los políticos con el fin de, entre morlaco y morlaco, sacarles una buena contrata (de eso vive la alta sociedad, ¿no?) y donde los tenedores de cargo público o representación corporativa exhiben su poderío de nuevos ricos con dinero de los demás.
Para satisfacer a gente tan poco vital, basta con un adorno, un embuste, porque todo su mundo consiste en un adorno. Por eso, cuando contemplan a Tomás dan un respingo: resulta que sí es auténtico -qué cosa más extraña-, resulta que Tomás sí se juega la vida luchando, no contra su enemigo cuadrúpedo, sino contra su propio miedo. Pues eso es un valiente: el que lucha contra sí mismo.
La autenticidad del diestro ha echado por tierra todo el tinglado de la antigua farsa, al menos una farsa que llevaba ya muchos años de andadura y que nos habíamos acostumbrado a contemplar como normal. Pero no, el adorno no se atiene a la norma, es pura estafa. El que se atiene a la norma es José Tomás, porque ése sí que se la juega cada vez que pisa el albero.
¿Qué es lo que distingue a José Tomás? La autenticidad. Todos deberíamos seguir su ejemplo en nuestro ámbito de cobertura.
Eulogio López
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