Olvídese por unos días, si está de vacaciones y es capaz, del conflicto bañado en sangre que entristece de nuevo Oriente Medio. Olvídese por unos días también del torpedo lanzado por Jordi Pujol en la línea de flotación del nacionalismo catalán y del futuro inmediato que se avecina ante la polémica consulta independentista. Pero lo que no podrá olvidar fácilmente -aunque no sabrá nada nuevo por mucho que se empeñé- es cómo impactará la reforma fiscal del Gobierno en su futura pensión.
La cosa es muy sencilla: nadie le dirá verdad. El Ejecutivo popular oculta sus intenciones por aquello de que, valga la redundancia, la cuestión es muy impopular. A nadie le gusta reconocer, desde el poder, que la cosa pinta bastante mal y que el actual sistema público es inviable.
La oposición tampoco le dirá la verdad. Supeditará toda su carga dialéctica -propia, todo sea dicho, de un contrincante que aspira a gobernar- a asustarle para que le vote en la próxima cita con las urnas. Pero no aclarará que, con sus propuestas o con otras, el sistema es inviable.
Ni el Gobierno ni la oposición le dirá que los dos principales problemas de España son, en primer lugar, la caída de la natalidad, y en segundo lugar, el paro. Y que con esos dos elementos en juego, eso que se llama sistema público de pensiones es inviable en los términos actuales. En otras palabras, que el aumento progresivo del gasto (envejecemos más tarde y cotizamos menos) es incompatible con una curva demográfica como la española.
Pero hay más. Tampoco los economistas le dirán la verdad, porque tampoco saben qué va a pasar. Muchos de ellos todavía están contagiados por el sofisma de que tener hijos es una cosa de derechas y el resto no se querrán mojar, conscientes de que para que las arcas públicas cuadren hacen falta fórmulas imaginativas y es necesario llamar pan, al pan y al vino, vino. Ni ellos mismos se aclaran.
Mariano Tomás
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