La verdad es molestísima y escandalosa. Y si, encima, la verdad se expone con una cierta sencillez, entonces estamos perdidos: las estructuras sociales se resisten, los bárbaros caen sobre una Roma indefensa. Es decir, algo genial.
Por ejemplo, el cardenal Norberto Rivera, arzobispo de México, y al que algunos hacen papable, ha hecho suya la frase de los publicistas norteamericanos: "Hay que hablar para los tontos, porque los listos también lo entienden". Y no: no se trata de tomar a la gente por tonta, sino de tener el coraje necesario para decir lo que ocurre, generalmente tanto conocido como temerosamente ocultado por la mayoría. Ya saben, el traje del emperador, que resulta que iba desnudo.
Recientemente, y ante el empeño de la izquierda mexicana, la más anticlerical del mundo, la más "clericalona" del planeta, de introducir la píldora post-coital, Rivera se ha explicado así: ataca después de la fecundación, así que sí ha habido fecundación, la píldora post-coital es abortiva. Y ya está: no hace falta más.
Con la homosexualidad está ocurriendo algo similar. Recientemente, en un programa de la Cadena SER, el consabido mariachi progre agitaba los brazos hablando de los derechos de los homosexuales, y de las distintas opciones sexuales, todas ellas muy dignas de ser respetadas. En ese momento, Carlos Carnicero, viejo periodista de tendencias aproximadamente socialistas y, sin embargo, dotado de un formidable sentido común, dijo algo parecido a esto (no tengo la grabación y no puedo repetirlo, pero no me alejo de la idea original):
-¿Me estáis diciendo que les expliquemos a nuestros hijos que introducir el pene en la vagina es lo mismo que introducirlo en el ano de otro señor?
Silencio en el estudio. Y es que la verdad desnuda, la sencillez expositiva, molesta primero, desarma después y sitúa al interlocutor en la siguiente dicotomía: o acepta lo evidente o se sepulta definitivamente en el eufemismo majadero, signo inequívoco de pensamiento majadero.
Pues bien, monseñor Juan Antonio Reig, obispo de Castellón y presidente de la Subcomisión Episcopal de Familia y Vida en la Conferencia Episcopal Española, ha hecho justamente eso: hablar claro. Recordaba lo que casi todos saben y todos callan: La violencia doméstica, los abusos sexuales y los hijos sin hogar son los "frutos amargos" de la revolución sexual, "que ha separado la sexualidad del matrimonio, de la procreación y del amor", hasta convertirla en "elemento de consumo".
Recuerdo todavía a toda la progresía rasgándose las vestiduras cuando el ex alcalde de Madrid afirmó que existía menos violencia sexual en matrimonios que en las parejas de hecho. Fue crucificado por ello, cuando no estaba recordando sino una verdad evidente, palmaria: pueden irse al garete miles de millones de matrimonios, canónicos o civiles, pero las posibilidades de que sean los miembros de una pareja de hecho quien acabe a torta limpia es mucho mayor, simplemente porque no ha habido compromiso, no ha habido voto, no ha habido entrega, sino contraprestación, pacto, consenso.
Y, naturalmente, que no se puede separar sexo y amor, so riesgo de desvirtuar el sexo y ahogar el amor antes de que nazca. Y, por supuesto, que en una sociedad icónicamente sexualizada (alguien podría decir, imbécilmente sexualizada, pero no he sido yo, que conste), donde aquél, o aquélla, que no se somete a cierta autodisciplina corre el riesgo de vivir más salido que el pico de un queso (esto tampoco es mío, es de mis hijos adolescentes), los abusos sexuales se multiplican, así como las fórmulas aberrantes de vivir la relación sexual: homosexualidad, pederastia, incesto y otras lindezas. Y, por último, y esto es lo más grave de todo, en una sociedad donde tantos son incapaces de asumir un compromiso, es lógico que lleguen las separaciones. ¿Cuántos niños españoles han sufrido ya la separación de sus padres?
Para terminar de dorar la píldora, los obispos acusan a los partidos políticos de alentar cualquier tipo de familia menos la familia natural (mal llamada tradicional) y a los medios informativos de alentar el lobby homosexual. Y como ambas acusaciones son ciertas irritan muchísimo a los interesados
Dice monseñor Reig, en uno de los documentos más claritos que recuerdo (Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España; quien desee leer el documento completo lo tiene en www.conferenciaepiscopal.es), que el trasfondo de toda esta situación radica en "el olvido de Dios en una cultura en la que la simple referencia a lo divino deja de ser un elemento significativo para la vida cotidiana de los hombres". Yo, como Hernández y Fernández, aún diría más: muchos interpretan cualquier alusión a lo divino como una ofensa personal. Lo malo es que los hechos son tercos, pero la verdad mucho más.
En cualquier caso, monseñor Juan Antonio Reig ha roto con muchos clichés, lo cual es de agradecer, sí señor. El Documento recuerda las palabras de Juan Pablo II: "En lo más profundo de su corazón (el hombre) siente la nostalgia de la verdad absoluta". Eso sí, para aliviar esa melancolía conviene escuchar al sabio, al menos antes de fusilarle, porque es sabido que el que no admite maestros acaba influenciado por alumnos. Por lo general, por el más tonto de la clase.
Hable más, obispo Reig, le escuchamos.
Eulogio López