Hay malestar en el Ejército por el desprecio -desafección, que diría Montilla- del presidente del Gobierno hacia las tropas que combaten en Afganistán. Desde que nuestros soldados han dejado de hacer una labor de ONG -pegar tiros o repartir bocatas, en la jerga militar- y, tras ser atacados por talibanes, han tenido que combatir, causando 13 bajas al enemigo y sin sufrir ninguna propia, el señor Zapatero parece sentirse molesto en su acendrado pacifismo. Otra cosa sería que los talibanes hubieran matado a 13 soldados españoles, en cuyo caso ZP habría presidido un pomposo funeral de Estado. Como ha ocurrido al revés, ni una palabra.
El silencio ha resultado tan estentóreo que, durante el debate económico del miércoles, ZP se sintió obligado a justificar su negativa a comparecer en el Congreso, bajo la excusa de que Afganistán no depende de él.
Lo cual es matizable. El futuro de Afganistán, en efecto, no depende de ZP, el de las fuerzas españolas que se juegan la vida allí, sí. En cualquier caso, el mal ya está hecho: en el Ejército todavía son mayoría los que recuerdan la obviedad de que son una milicia, no una ONG y que no están dispuestos a dejarse matar cuando son atacados para satisfacer el pacifismo de su superior monclovita.
Y el caso es que este ambiente de crítica sorprende. No existe un ejército más domesticado que el español y nuestros militares hace tiempo -ya con el Aznarismo- que hablan en voz baja y rehúsan opinar hasta sobre el tiempo. Nadie espera un resurgimiento en el Ejército, un resurgimiento de las Fuerzas Armadas, ni de su prestigio social, ni del patriotismo español. No lo esperan ni los militares de derechas ni los de izquierdas. Simplemente, el desprecio gubernamental ante unos compañeros que se están jugando la vida ha sentado mal.