No nos engañemos. A los empresarios les gustan mucho más los analistas que los periodistas. Por dos razones. La primera es obvia: a los poderosos les encanta la pedantería, el mejor refugio para la verdad, y los analistas son pedantes. Hablan de las compañías como si fueran estructuras, en lugar de lo que son: colectivos humanos, donde los directivos aciertan o fracasan. La segunda es que los periodistas hacen relación a esas decisiones, es decir, ejercen el juicio moral, lo que al presidente le cabrea mucho. Preguntan por fusiones y cosas así, es decir, preguntan por aquello a lo que el presidente dedica más horas de su jornada laboral. Por contra, el analista pregunta por cifras, proyección de beneficios y otras tonterías, con la peculiaridad de que, últimamente, lo que pretende es que el presidente adivine el futuro, que es, como todo el mundo sabe, menos el analista. Un niño en las rodillas de los dioses.
Y es que, al final, el analista sólo busca una recomendación final: comprar o vender. Al periodista le preocupa más saber si el presidente debe seguir en su cargo. Y eso, convendrán conmigo, es mucho más importante pero mucho más molesto.
No pretendo ofender al analista: sus conocimientos contables son muy superiores a los del periodista. El analista puede ser más riguroso pero acepta el sistema, no discute la justicia de una decisión. El periodista pregunta, (o debería hacerlo, porque nos estamos convirtiendo en pastueños que apenas preguntan). Por eso el periodista es más peligroso para el poder económico. Por eso, el poder económico frecuenta el estilo Entrecanales: siempre preside actos donde no hay preguntas. Eso sí, actos muy solemnes.
La ética en los negocios se ha convertido en transparencia, que ya es bajar el nivel, pero dejemos eso. La transparencia supone considerar que si todo el mundo observa lo que haces, por vergüenza torera, no harás nada vergonzoso. Olvidan quienes esto predican que, puestos en esa tesitura, el poderoso siempre intentará dos salidas: aplicar el principio de "¿cómo esconder un elefante en la Gran Vía? Llenando la Gran Vía de elefantes".
Pero aún existe otra vía de escape ante la transparencia: y es reducir el nivel de moralidad para que pueda ser mostrado. Un ejemplo, si no el más relevante, sí el más ilustrativo: los sueldos multimillonarios que se exhiben, absolutamente inmorales y un insulto para los que pasan necesidad, se convierten en algo "normal" si todos los poderosos lo hacen público a la vez. "Es lo habitual, en Estados Unidos y en Europa", responderán ante la menor crítica. O bien: "Es lo que hay que pagar para disponer de gestores competitivos".
Si a la opacidad del poder económico unimos la democracia virtual, de los políticos, cada vez más visibles y cada vez menos ‘preguntables' y menos fiscalizables, el paisaje resultante es éste: atravesamos una crisis de transparencia lo suficientemente grave como para levantar la voz. Por ejemplo, las asociaciones profesionales. Las de periodistas, quiero decir.
Eulogio López
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