Comprendemos, SAR Felipe de Borbón, que ame usted a su esposa, la princesa de Asturias doña Leticia Ortiz Rocasolano. Incluso podemos pensar que necesita superar usted el llamado síndrome del divorciado, para el que toda demostración pública de afecto con su amado-a, es poca.

 

Pero quizás no sean necesarias más demostraciones. Ya nos hemos enterado, Señor. De otra forma, podría volver a ocurrir lo del pasado jueves, cuando su Alteza entregaba el premio Príncipe de Viana al arquitecto Fernando Redón.

 

Estaba usted, Señor, tan ocupado en arrullar a su esposa, que se despistó, justo cuando el galardonado, preso de la emoción, provocó un silencio inesperado.

¡Ha pasado un ángel! Debió pensar, Señor, antes de volver a la realidad, antes de caer en la cuenta de los profundos sentimientos que embargaban el camino del conferenciante, y salir del paso incoando un aplauso que fue seguido de inmediato por todos los asistentes. Un gesto tremendamente oportuno, porque para aplaudir, se necesitan ambas manos, y porque no deja de resultar complejo manifestar admiración chocando ambas palmas y mantener, a un tiempo, una expresión de cordero degollado.

 

¡No más Alteza, no más: sabemos que se aman! Pero debe usted atender a los discursos. Su cargo así lo impone.