Los impuestos se dividen en malos y muy malos. Todo gravamen consiste en una reducción de la libertad la persona en beneficio de un administrador del dinero de los demás, llamado Gobierno.

 

De hecho, los impuestos finalistas, las tasas -algunas tasas- son los únicos en los que el contribuyente tiene algo que decir, o al menos puede evitarlos. Como decíamos ayer, los alemanes que no tomen un avión podrán evitar el nuevo impuesto Merkel. Ese sería un impuesto malo, no muy malo.

El resto de los impuestos -los muy malos o pésimos- constituyen un cheque en blanco que el ciudadano deposita, coercitivamente, en manos de los políticos para que éstos hagan con ello lo que les venga en gana. En el caso español, salvo la asignación tributaria a la Iglesia o a ONG, el ciudadano no tiene ninguna capacidad para decidir a qué se dedica el dinero que paga.

Si de lo micro nos vamos a lo macro, los políticos no sólo pueden aumentar los impuestos malos y los pésimos sino que también le meten la mano en la billetera al ciudadano a través del déficit y la deuda pública. Rubén Manso, uno de los mejores expertos españoles en contabilidad financiera, aseguraba en la mañana del martes, en Gestiona Radio, que el enésimo plan de Obama para salir de la crisis conlleva reducción de impuestos -mínima- pero sobre todo, un aumento del gasto público. Manso asegura que ese no es el camino porque, a la postre, es el ciudadano quien paga el déficit público y la deuda públicos. Los paga hoy y le endeudan para mañana y pasado mañana. El déficit y la deuda no son más que impuestos pésimos con cargo al futuro.

Eulogio López

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