A Paddy los discos le aportaban grandes cantidades de riqueza y sus fotos inundaban las portadas de los semanarios y no podía viajar sin chaleco antibalas. Sin embargo, bajo su mueca seductora se ocultaba una recóndita melancolía que lo espoleaba hacia la desesperación. Escaló a un precipicio y miró al fondo: cuando estaba a punto de lanzarme al vacío, oí claramente la voz de Dios en mi interior. Me aparté y comencé a llorar. Un sacerdote católico le ayudó a encontrarse con Dios. En el año 2004 ingresó en la orden de los Vicentinos en el monasterio de Burgundy, en Francia.
El que fuera patriarca de The Kelly Family, exhibió sus entrañas y narró cómo cambió, de ser un famoso del pop a ser un mortal desalentado y más tarde, un monje risueño. Era célebre, no podía marchar por la vía pública sin ser identificado y continuamente tenía que aguantar a los fotógrafos que le acosaban. En 1998 se refugió en una atalaya particular, una mansión muy grande, con un parque y jardín florido. Esa era la existencia de Paddy Kelly, supuestamente lo poseía todo, pero en lo recóndito carecía de algo, estaba viviendo vacío, en una amarga soledad y un angustioso silencio.
Sollozó abatido, pero el Señor pasaba por allí y le proporcionó el resuello del consuelo que precisaba. Resolvió dar su vida a Cristo, con plenitud, pero renunciaba a muchos seres queridos. Su prometida le manifestó: Si eres más feliz con Jesús ve con Él. Y Paddy determinó ofrendar la afición a la canción, el amor a su estirpe y a su futura esposa, por un Amor inconmensurable, el de Dios.
La abnegación y la entrega a Dios es un amor perfecto y sublime; llena el corazón de armonía y de gozo. Dios le ha dado a Paddy un beso en la frente y siempre brillará como un lucero.
Clemente Ferrer
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