Aunque lejos de los tambores de guerra que se oyen en Libia, el problema del Islam también se encuentra en Pakistán. E incluso el problema es más grave que el del norte de África. El país es fronterizo con Afganistán y es nación con mayor número de musulmanes del mundo. Una gran parte de sus ciudadanos son favorables a los grupos talibanes afganos, y su integrismo religioso es bastante notorio: no hay más que ver el asesinato del ministro de las Minorías y el recibimiento que tuvo el asesino al llegar a la comisaría, donde fue aclamado por una multitud de creyentes al grito de Allah akbar.
En los últimos tres años han muerto asesinadas en atentados kamikazes más de 4.000 personas, y en los últimos días, dos atentados han causado más de 50 muertos. Sus objetivos son, generalmente, las fuerzas de seguridad del Estado, el Ejército, la Policía, si bien es cierto que la infiltración pro-talibán se adentra cada vez más dentro de estos cuerpos. Por ejemplo, el asesino del ministro era su guardaespaldas.
El país se encuentra en el dilema de apoyar a Estados Unidos en su lucha contra los talibanes y el grito de la población que no quiere la presencia norteamericana en sus tierras y defiende a los radicales islámicos del país vecino. Y en medio de esa confrontación de sus escuelas coránicas surgen nuevos miembros dispuestos a ir a luchar en el territorio afgano contra las tropas invasoras o a inmolarse en otros atentados. El peligro está en Pakistán, que junto a este polvorín, resulta que es una potencia nuclear. Lo que sucede es que está lejos de Occidente y éste no se da por aludido.
Juan María Piñero
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