Lo fácil es simplificar conductas, personas y sentires; banalizar las cosas.
Dejarse llevar por esta indiferencia que nos hace trizas la vida. Por eso son tan necesarios líderes que alumbren y hablen claro. Que ofrezcan veredas nuevas por las que caminar.
Que caldeen los corazones, acompañen, mano con mano, y hagan -también- la vida más luminosa, más alegre. Que nos den holgura y enganchen el horizonte. Guías como Francisco. Pues dice este Papa, que sueña con una Iglesia que se desviva por las personas, camine a su lado y sea capaz de descender -sin perderse- a la oscuridad, a la noche de la mujer y el hombre de hoy.
¡Casi nada! Para Francisco, "las reformas organizativas y estructurales son secundarias, es decir, vienen después". Lo primero a enmendar deben ser las actitudes. Concentrarse en lo esencial. Algo que, por otra parte, es lo que más apasiona, lo que más atrae: "Curar heridas, curar heridas, comenzando por lo más elemental", aconseja el Papa. La Iglesia advierte Francisco, "se ha dejado envolver -a veces- en pequeñas cosas, en pequeños preceptos, cuando lo más importante es la misericordia".
"Los conceptos no se aman, las palabras no se aman, se ama a las personas", insiste. Qué bien que el Papa apueste, una vez y otra, por la cultura del encuentro y del compartir, ante una sociedad humillada por los privilegios de quienes, como el mismo ha dicho, "utilizan el poder en su provecho, a cuenta de la legitimidad representativa, mientras exigen sacrificios incalculables y disfrutan del esfuerzo de todos, escondidos en sus burbujas de la abundancia".
Francisco no se anda por las ramas. Al pan, pan y, al vino, vino. Que se lo pregunten, si no, a los obispos españoles. Esto es lo que dijo la última vez que se reunió en Roma con ellos: "El pueblo de Dios necesita pastores y no funcionarios clérigos de despacho". Algo que bien podría aplicarse a otras instituciones. Ganaríamos todos, si nos tomásemos más en serio estas cosas que sugiere Francisco, empezando por casa.
Juan García