Dos artículos de dos premios nobeles de economía, ambos publicados en el diario El País del pasado domingo y, no lo olvidemos, firmados por los dos economistas de moda: Paul Krugman y Joseph Stiglitz (en la imagen). Merece la pena emplear diez minutos, cinco por cabeza, en leerse ambos textos, muy reveladores.

Stiglitz nos explica, y con argumentos sólidos, que las políticas de recorte de impuestos en toda Eurolandia por doña Angela Merkel han fracasado. La austeridad impuesta, más a los particulares que a los gobiernos, esto es, que no es publica sino, ante todo, privada, no ha conseguido que Eurolandia crezca y sólo ha servido para que aumente el desempleo. Tiene toda la razón pero no ofrece soluciones. Es como si don Joseph estuviera prisionero de lo políticamente correcto, que afecta a los doctos, aún  más que a los profanos.

Buen diagnóstico pero sin terapia. Por ejemplo, escuchen esto: "La esperanza de que los impuestos más bajos a las empresas estimularán la inversión. Esta idea es un auténtico disparate. Lo que está frenando la inversión (tanto en Estados Unidos como en Europa, es la fala de demanda no los altos impuestos)". Muy cierto. Una empresa no invierte porque le bajan el impuesto sobre el beneficio, al menos no una empresa local. Invierte si vende lo que produce. Y si no hay demanda no vende. Lo que Spligitz debería proponer es cómo hay que aumentar la demanda. Por ejemplo, subiendo los salarios para que aumente la capacidad de consumo del personal. Porque lo grave de la austeridad de Merkel, asumida por Rajoy, no es luchar contra el déficit fiscal -claro que hay que hacerlo- sino hacerlo a costa de parados y malpagados. Pero Stiglitz no llega hasta ahí. No pide que suban los salarios bajos (empezando por el salario mínimo interprofesional) ni solicita que el Gobierno reduzca prestaciones públicas para que el objetivo de unos impuestos crecientes no acaben por ahogar a la pequeña empresa, sobre todo los impuestos laborales con los que se abonan las pensiones en una sociedad envejecida. Y entonces no me sirve. Stiglitz, como todo los popes de la economía actual, no quiere hablar de moral -por ejemplo de eso, de salarios dignos- y entonces su diagnóstico se queda sin terapia y su formidable análisis se queda sin conclusión.

A Paul Krugman le gustan más las finanzas. Analiza Krugman la caída de Bill Gross, uno de nuestros ciudadanos más especuladores. Se equivocó el hombre de Pimco, donde acuden todos los grandes multimillonarios ociosos (sí, hay bastantes). Gross apostó porque el déficit público elevaría los tipos de interés tras la crisis de 2007… y se equivocó. Escuchemos a Krugman: "Ahora bien, normalmente pensamos que los déficits son malos: la deuda pública compite con la privada, lo cual hace que suban los tipos de interés, perjudica a la inversión y posiblemente sienta las bases para un aumento de la inflación. Pero desde 2008 nos hemos estancado, por usar la jerga económica, en una trampa de liquidez, que es básicamente una situación en la que la economía está inundada de ahorro deseado que no tiene adónde ir. En esta situación, la deuda pública no compite con la demanda privada, porque el sector privado no quiere gastar. Y como no están compitiendo con el sector privado, los déficits no tienen por qué hacer que suban los tipos de interés". Otro análisis brillante que, en efecto, da con la clave del error del listísimo especulador Bill Gross, quien ha tenido que cambiar de empresa -eso sí, forrado-, no por especulador, sino porque ha hecho perder dinero a sus clientes especuladores.

Ahora bien, Krugman acepta el juego especulativo, sólo que asegura que Gross no supo jugar sus cartas… en el puñetero juego que empobrece al mundo. En plata Krugman acepta el sistema perverso de los mercados financieros, tanto en su origen privado (deuda privada) como público (deuda pública y masa monetaria adjunta). Él mismo acierta cuando alude a una economía donde sobra "el ahorro deseado que no sabe dónde ir". En suma, una economía mundial marcada por un océano de liquidez creado por los bancos centrales desde hace 30 años y donde los tiburones como Gross devoran todo lo que se mueve. Esto es, la economía financista que considera el dinero como un fin en sí mismo, en vez de un medio para producir más y crear riqueza.

Krugman no le reprocha a Gross que sea uno de los impulsores de esta economía financista: lo que le reprocha es no haber sabido predecir hacia donde caminaba la marea en el océano de liquidez.

¿Ahorro que no sabe dónde ir Claro, eso es lo inmoral. Mire usted, si a alguien le sobra dinero, una vez cubiertas sus necesidades primarias, la ética, o la moral, o la religión, o como queramos llamarlo, le pide que deje de preocuparse porque a sus ahorros se los come la inflación. El especulador de hoy es el antiguo avaro de Molière. No comprende que atesorar no sirve para nada porque la vida es riesgo. Aproveche su dinero sobrante para producir más para el bien común (para montar una empresa no para invertir en otras empresas ya en funcionamiento, o sea, en los mercados financieros) o regálelo a quien lo necesite.

Stiglitz y Krugman son dos economistas capacísimos. Sólo que han separado la economía de la moral. Y cuando la economía se olvida de la justicia no sólo se vuelve injusta, se vuelve algo peor: inútil.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com