Con su brusquedad habitual, Simón Pedro apenas saludó a los presentes y sin –al decir del joven Juan- 'osculear' a nadie', se dirigió hacia la piedra angular de todo el colectivo. El pescador de Cafarnaúm mantenía su carácter impetuoso pero, tras la despedida del Dios-Hombre, era más consciente de sus responsabilidades como sucesor. Digo "más" por decir algo, dado que hasta entonces no había sido consciente en modo alguno. Debido a ese cambio incipiente, Pedro sabía pedir auxilio y sabía agradecer la ayuda. Probablemente, ésta fue su gran virtud: el jefe de la Iglesia primitiva sabía ser agradecido, como lo son todas las almas humildes.
Encontró a mi Señora Miriam junto al horno del patio preparando el pan del día siguiente. Era una verdadera experta en la materia: le salía un pan oloroso y esponjoso, casi una golosina. Sin embargo, aquel día, como en la última Pascua, mi Señora Miriam no había fermentado la masa. Le acompañaba la Magdalena, que no se separaba de ella ni a sol ni a sombra. Cefas le pidió hablar a solas. Estaban allí los once, esperando instrucciones, así como media docena del grupo de mujeres, casi todas ellas testigos de la Resurrección aquel domingo de pasmo. Pedro insistió en hablar con ella sin testigos así que nadie se extrañó de que ambos se retirasen hasta el rincón más alejado del patio. El jefe consultaba a la asesora del jefe:
-Madre, ha llegado el día.
Mi Señora exhibió aquella mirada socarrona que empleaba con sus próximos más queridos:
-Veo que has aprovechado el tiempo en Genesaret.
-Sí, él me lo ha dicho.
-¿Y cómo te lo ha dicho?
Pedro se amoscó:
-¡Pero si tú ya lo sabes!
-Digamos que prefiero oírtelo contar.
-Pues la verdad es que fue muy sencillo. Me dijo que regresara a Jerusalén rápidamente, porque el día había llegado. Que el Padre vino al mundo para crearlo, él para redimirlo y ahora faltaba su espíritu, para consagrarlo. Sí –rememoró, satisfecho de su buena memoria-, ésas fueron sus palabras.
-¿Y cómo te habló? ¿Sólo te dijo eso?
Simón se impacientó, con el reconcomio propio de quien se siente invadido en su intimidad. Pero ya he dicho que Pedro tenía muchos defectos pero no el de la ingratitud. Era consciente de quien era el alumno y quién la maestra:
-Pues me habló… hablándome –repuso el mejor orador de Israel-, en silencio.
Pero mi Señora Miriam no estaba dispuesta a soltar la presa:
-Quiero saberlo todo, en detalle.
Pero cerró los ojos. En tres años había conversado cientos de veces con el Dios visible, que respondía al oído. Ahora tenía que relatar cómo había hablado con el Dios invisible, quien también hablaba, sólo que al corazón. Y se percató de que recordaba cada palabra de aquella su primera oración:
-Volverás a Jerusalén –me dijo- te reunirás con mi madre y con los once, y recibiréis mi Espíritu.
Con los ojos cerrados, Pedro tenía la cabeza inclinada y contaba la historia como un notario, sin dejarse nada.
-Yo respondí: "Señor, no seas tan misterioso, que voy a ciegas. De hecho, nunca sé exactamente de qué me estás hablando".
-Pues yo creo que no puedo ser más claro: vais a recibir el Espíritu Santo, luego renovarás mi sacrificio en el Calvario. Yo te nombro mi embajador ante el género humano. Recrearás el mundo y harás nuevas todas las cosas. Es muy sencillo: lo único que te exijo es que confíes en mí.
-Sencillo, claro, sobre todo el memorial de la Cruz. ¿Acaso debo entregarse a los romanos, o a Herodes o al Sumo Sacerdote?
-Si lo hicieras, ten por seguro que yo no te negaría.
>>Te aseguro Madre, que en ese momento volví a sufrir toda la vergüenza de mi traición en Casa de Caifás.
-Es terrible comportarse como un cobarde –le dije- pero aún más terrible resulta recordarlo.
-Entonces, Pedro, no te olvides de que la valentía no consiste en confiar en tus propias fuerzas sino en abandonarte en mí. Yo he vencido el mundo y tú lo conquistarás. Basta con que no te alejes de mí, porque yo jamás te abandonaré.
Mi Señora Miriam no dijo nada y Pedro prosiguió:
-Volví a mi ser y le pregunté: ¿Y cómo revivo el Calvario, Señor?
-Reviviendo la última cena que tuvimos en casa de Juan Marcos. Repetirás mis palabras: "Esto es m i cuerpo"; luego, con el vino, dirás: "Ésta es mi sangre". Desde ese momento, yo entraré en el pan y en el vino… y habrás revivido el drama del Calvario. Porque si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tendréis mi vida en vosotros.
-¿Así de sencillo?
-Todos los días, hasta el mismísimo fin de los tiempos, cuando volveré para instaurar la nueva Jerusalén.
-Pero entonces, Señor, cada vez que formulemos esas palabras, tú volverás a sufrir el horror de la cruz: ¡Me niego, Dios mío!
-Mi buen Pedro, no te niegues, porque esta vez mi sacrificio será incruento… y toda la raza humana depende del continúo memorial de la cruz.
>>Y eso fue lo que ocurrió, Madre. La conversación terminó y yo, el cobarde Pedro, no me atrevo a convertir un pedazo de pan ácimo en el Cuerpo de tu Hijo. El Espíritu Santo me enseñará a hacerlo.
Mi Señora Miriam rectificó:
-No, Pedro, debes hacerlo ya, ahora mismo. Pero ya eres sacerdote de Cristo, el primer ungido. Lo eres desde que Él te otorgara poder para atar y desatar. Ahora eres el rey del género humano. Un Rey –sonrió- a su manera, proclamado para servir a tus servidores, pero Rey a fin de cuentas. Debes celebrar el sacrifico ahora mismo.
-¿Y por qué no tú, Madre?
-A mí no se me otorgó ese poder ni esa responsabilidad. No es mi función. Aquí tenemos pan ázimo y vino fermentado: procede.
-Pero si no sé cómo.
-Repite sus palabras.
-Eso fue lo que Él me dijo.
-Entonces, ¿por qué dudas?
Y no dudó. Dio media vuelta y advirtió a todos de lo que iba a hacer. Les pidió que se lavaran las manos, que se acicalaran un poco y procedió.
Los doce estaban reunidos alrededor de la misma mesa donde comenzara la pasión, Pedro improvisó una introducción, luego vertió el vino en un vaso y, antes de pronunciar las palabras consacratorias, los once, sin previa advertencia de nadie, extendieron sus brazos, con las palmas de la mano hacia abajo y la estancia se llenó de aquellas palabras que perduran en vuestros siglo y que perdurarán hasta el fin de los tiempos.
Los ángeles no respiramos por la sencilla razón de que no tenemos pulmones. Pero en aquella ocasión no habíamos respirado ni aunque los tuviéramos. Legiones de espíritus estábamos pendientes de lo que ocurría en aquella estancia de Jerusalén. Todos sabíamos lo que estaba ocurriendo y aunque la ceremonia apenas duró unos minutos, todo el Reino se paralizó.
Los apóstoles comieron el pan y bebieron el vino. En ese momento, a Pedro le asaltó una duda: ¿Debían comulgar también las mujeres que seguían la ceremonia, allá, al fondo de la estancia?
No tuvo necesidad de responderse. Mi Señora Miriam se aproximó y las mujeres que le acompañaban le siguieron, en obediencia a una orden no dictada. Pedro les ofreció un trozo de aquel pan y todas bebieron de la misma copa.
Concluida la ingesta, Pedro sorprendió, otra vez, a los presentes: se apresuró a recoger todas y cada una de las migajas sobrante, una por una, y las introdujo en su boca. Pocas migas quedaban, al tratarse de pan sin fermentar, pero empleó su tiempo en la tarea: no quería que se le escapara ninguna. Luego pidió un lienzo blanco y procedió a limpiar la copa con el vino. Los once le miraban extasiados, como si cada cual quisiera aprenderse, uno por uno, los movimientos del jefe supremo.
Los reunidos permanecieron unos minutos en silencio, que fueron aprovechados por cada cual para hablar con el Dios invisible que aún permanecía, en materia y forma, en sus estómagos, inmerso en las tripas de unos mortales, unos 'pringaos' como dirían vuestros jóvenes, que nada representaban para los poderosos del mundo.
Finalmente, Pedro aconsejó:
-A partir de ahora, os preocuparéis de disponer siempre de un trozo de pan y un poco de vino. Serán vuestros anzuelos para pescar hombres –aseguró con el vozarrón del Pedro tonante que tan bién conocían-. Y ahora cada cual a su casa. Mañana os quiero ver aquí antes de que amanezca. Juan, no te duermas, que te conozco.
El aludido intentó protestar pero el jefe no le hizo ni caso. Como un general pasando revista a las tropas, pasó entre los reunidos aunque, antes de salir se dirigió a Mi señora Miriam y le susurró, para que los demás no le oyeran:
-¿Lo he hecho bien? ¿He cometido alguna barbaridad?
-Sí, le has imitado muy bien –fue la respuesta.
Puntuales, como nunca lo habían sido, especialmente el joven Juan Zebedeo, antes de que saliera el sol por Jericó, los doce se encontraban reunidos de nuevo, alrededor de aquella mesa multiusos donde Simón había consagrado y ellos habían concelebrado. 'Motu proprio' se sentaron alrededor de la tabla y esperaron en silencio. Los hermanos Santiago y Juan flanqueaban:
-¿Y ahora qué, gran Pedro?
-No tengo ni la menor idea, jovencito.
Apenas había pronunciado estas palabras cuando, con los primeros rayos del sol, cuando el rojo carmesí del Cielo iba filtrándose en azul, estalló un huracán en un amanecer en calma chicha. Por la apertura de piedra penetró una bola de fuego de fuego que les paralizó de terror. Los hombres sois muy chulitos a la hora de despreciar lo espiritual pero cuando lo numinoso se hace visible tembláis como gallinas mojadas, especialmente los varones. Aquella bola no era cosa de broma y parecía capaz de incendiar el universo. Tampoco vieron mucho porque, instintivamente, se taparon los ojos y ninguno fue capaz ni de huir. Sólo cuando el ruido cesó se percataron de que, de aquel círculo incandescente, habían surgido lenguas de fuego que se repartían entre todos los presentes, justo sobre la coronilla.
El fenómeno apenas duró unos segundos, y las lenguas regresaron al círculo central de fuego que se fue autoconsumiendo hasta desaparecer por completo. Eso sí, aquel trueno, en un amanecer diáfano, despertó a Medio Jerusalén. Comenzó a oírse el ruido de gentes que habían salido a la calle y que miraban a todos lados buscando el motivo del escándalo.
Los doce andaban preocupados por otra cosa y Pedro exclamó:
-¡Luz de la gloria!
Parecía responder a una pregunta no formulada pero Simón sabía, no por primera vez, pero a lo mejor por segunda, de qué estaba hablando. No era exactamente lo que le ocurrió e el Tabor, cuando el Maestro Se transfiguró. Allí era el corazón el que sentía, ahora era la mente la que comprendía. En definitiva, habían visto a Dios como Dios se ve a sí mismo. Y, en consecuencia, habían perdido el miedo.
Santiago Zebedeo se dirigió a mi Señora Miriam:
-Entonces, Madre, ¿a ti o es la primera vez que te ocurre esto?
Mi Señora Miriam no respondió. Lo hizo por ella la madre del propio Santiago:
-Claro, cuando se le apareció Gabriel, el que te anunció tu maternidad, Miriam.
Me fastidia esta manía de las mujeres de dirigirse al arcángel Gabriel, uno de los tres grandes de las órdenes angélicas con tanta familiaridad. Esto es algo de lo que siempre me he quejado: el poco amor de los humanos pro el protocolo.
Pero todos, y todas, sabíamos que mi Señora Miriam sólo hablaba cuando se hacía necesario aclarar algo.
Andrés fue el primero en salir a la calle. Se topó con un grupo de griegos que hablaban en su metódico idioma. El hermano menor de Simón Pedro Andrés dio un respingo: no sólo les entendía perfectamente en su lengua sino que hubiera podido responderles.
Pero no pudo, los doce, como siguiendo un dictado invisible, se dirigían hacia la explanada del Templo de Jerusalén. Vaya usted a saber por qué, Natanael se topó con un grupo de armenios y les preguntó, en su propio idioma, que hacían allí.
Y así, cada cual se mezcló con un grupo distinto. Los visitados por el fuego ejercían su nuevo don de lenguas como si desde su más tierna infancia poseyeran la capacidad de entenderse con cualquiera. Había griegos, latinos, partos y gente que hablaban lengua aún más extrañas a los judíos, como los llegados de Mesopotamia, Capadocia, el Ponto, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia, Creta, Arabia y siga usted contando.
Pedro fue el último en salir del Cenáculo y Madre aprovechó el momento para darle un Consejo:
-Estate atento para ver con qué grupo se mezcla cada uno. Eso te indicará donde debes enviarle a predicar el evangelio.
-¿Enviarles?
-Claro. ¿O acaso crees que permaneceréis en Jerusalén mucho más tiempo? Ahora tienes una misión que cumplir y en ella sólo contarás con un compañero.
-Estáis todos chiflados, Madre. Te lo he dicho: esto me viene grande.
Era la primera hora de la mañana y la capital de Israel andaba revolucionada. Aquella Torre de Babel destruida por unos pescadores de Galilea acompañados de un antiguo publicano resultaba tan inteligible para los fariseos y saduceos como motivo de alegría para todos. Los legionarios de guardia estaban sorprendidos pero no encontraban motivo alguno para intervenir. Los sacerdotes, superados por aquella plebe repentinamente ilustrada, hacían oír su voz:
-Están cargados de mosto.
Pero pocos les escuchaban. Entre otras cosas porque no les entendían y a los apóstoles sí. Por fin llegó Simón y subió el primer tramo de las escaleras hacia el atrio de los Gentiles. Desde allí reclamó silencio y habló en arameo, pero todos le entendían:
-Judíos y todos los habitantes de Jerusalén, apercibíos y prestad oídos a mis palabras.
Hizo un pausa y exclamó, sin mover los labios: "Tú verás lo que dices, Señor, yo me eximo de toda responsabilidad". Luego, en voz alta, exclamó:
No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues aún no es la hora de tercia.
Una carcajada general acogió el introito:
-Esto es lo dicho por el profeta Joel: "Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños".
A Santiago le pareció especialmente interesante que Pedro citara de memoria al profeta Joel, pues dudaba que Simón supiera quién era Joel. Pero el nuevo orador quería llegar a la almendra cuanto antes:
-Varones Israelitas: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por Él en medio de vosotros, a éste le disteis muerte. Al cual Dios le resucitó después de soltarle de las ataduras de la muerte. Tenga por pues cierto, toda la Casa de Israel, que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado.
Un silencio de plomo cayó sobre la multitud, hasta que alguien gritó:
-¿Qué hemos de hacer hermanos?
Eso, pensó Pedro, qué han de hacer. Pero la respuesta su de único compañero fue transcrita de inmediato y el pescador gritó:
-¡Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo.
Un grito de afirmación salió de cientos de garganteas, algunos de cutos propietarios no tenían la menor idea de quien era el Espíritu Santo, pero iban a comprenderlo enseguida. Y allí, en territorio del Sanedrín, con unos sacerdote demasiado pasmados hasta para rasgarse las vestiduras, unos 3.000 hombres se colocaron en doce hileras interminables, ante doce ignorantes para cambiar de vida. Tan ignorantes que no sabían cómo debían ejecutar los bautizo. Todos miraban hacia Simón pensando que iba a dirigirles al Jordán para repetir el bautismo de Juan,
Entonces apreció mi Señora Miriam y sus compañeras, con pequeñas tinajas de agua. Los doce introducían sus dedos en ellas y derramaban unas gotas sobre cada uno de los arrodillados. Escucharon el primer bautismo, el de un tal Bernabé, chipriota, ejecutado por Pedro en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Luego todos se pusieron manos a la obra y emplearon toda la mañana y la tarde, hasta pasada la hora de nona, en terminar la tarea.
La fase final de la historia había comenzado. Era el comienzo de la cuenta atrás.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com