"En muchas de nuestras sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación".
Estas palabras las pronunció Benedicto XVI en el último encuentro de las Jornadas Mundiales de la Juventud celebradas en Sidney en el año 2008.
Miedo y desesperación es lo que habitualmente estamos palpando diariamente en una sociedad que aunque se resiste a admitirlo, busca desde la creación del hombre, el sentido de su existencia.
Pensar que el ser humano es un accidente cósmico o fruto de una compleja evolución genética reduciéndolo a su corporeidad sin atisbo de un componente inmaterial o espiritual que inspira sus actos y garantiza su eternidad es lo que justifica, sin duda alguna, su incertidumbre y ausencia de esperanza.
Matanzas colectivas como la reciente tragedia de Noruega o la que se acaba de producir en un centro de acogida de menores en un pueblo de la provincia de Valladolid, a manos de una de sus cuidadoras, no es más que la manifestación del vacío que produce una existencia humana que se desliza en el desierto espiritual al que aludía el papa.
Serán los psiquiatras, penalistas, jueces e incluso medios de comunicación quienes se atreverán a juzgar esas y otras conductas desordenadas y a veces desgraciadamente trágicas. Quien mata y desprecia la vida humana daña profundamente a la sociedad por el mal causado a otros, es injusto y recae sobre él una culpa que debe ser juzgada y penada como resarcimiento moral y material al que la sociedad le obliga.
Pero siendo esto grave, es el daño propio, el daño que uno se hace asimismo el más dramático de todos. Hoy, la ausencia de un sentido inmanente de la vida, la negación del alma o componente espiritual del yo, la renuncia a la trascendencia, nos está arrojando a la relatividad de nuestros actos, nada es objetivamente bondadoso o pernicioso, bueno o malo ética o moralmente, sirve todo, en función de que nadie se sienta aludido o "perjudicado", somos dueños de nosotros mismos…a nadie le debemos nuestro yo, nada nos obliga.
Los miedos nos agobian: perder la casa, el dinero, el poder, las vacaciones, el trabajo, la salud, etcétera, nos produce vértigo porque hemos hecho de ello el dios de nuestra existencia y esa misma pérdida nos arrastra al estado de desesperanza que a algunos les conduce hasta el desprecio a la propia vida.
Seamos cristianos o no, da igual, la visita de un líder espiritual como la de Benedicto XVI, puede hacernos reflexionar sobre nuestro particular desierto espiritual y cómo podemos mejorar y cooperar con una sociedad que debe buscar en nuestros jóvenes la fuente de su ilusión y fortaleza. Apaguemos nuestros propios ruidos y dejemos que el silencio, aunque sea por una sola vez, nos ayude a reconocernos…
Jorge Hernández Mollar