El Papa, bueno, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, firma un documento sobre el comportamiento de los católicos en política, que no de los políticos en la Iglesia (este también es muy necesario pero, por el momento, no ha sido redactado). La Iglesia dice cosas muy fuertes, por ejemplo, dice que los políticos católicos están obligados a oponerse a toda ley que atente contra la vida humana.

Y entonces, estimados amigos, es cuando surgen voces como la del secretario de Estado de Relaciones con las Cortes, Jorge Fernández Díaz, hombre de peso político en La Moncloa, y afirma (La Razón, 22-I): "La conciencia del político católico debe prevalecer sobre la disciplina de Partido".

Y eso está muy requetebién, sí señor, porque nada debe estar por encima de la conciencia personal. A lo mejor don Jorge Fernández piensa que la norma vaticana no tiene efectos retroactivos, pero debería estar impugnando, en su grupo parlamentario, la ley del aborto de 1985 y la aprobación por parte del Gobierno Aznar, de las píldoras abortivas, la píldora del día después, las normativas sobre parejas de hecho, y siga usted contando. O eso, la conciencia sobre la disciplina de Partido, o la pura y simple dimisión.

Pero no: la reacción de los políticos católicos españoles ante el documento eclesial ha sido dispar. Por ejemplo, está la chulería socialista de Francisco Fernández Marugán y Ramón Jáuregui, para quienes la Iglesia es una cosa y su catolicismo otra (algo parecido a decir que mi esposa es una cosa y el matrimonio otra) y que consideran que El Vaticano precisa alguna que otra leccioncilla que muy bien podrían impartirle en la sede socialista de Ferraz.

Luego está la reacción tipo Mariano Rajoy, vicepresidente primero del Gobierno, para quien la Iglesia debe aprender (¡cuánto tiene que aprender la Iglesia, Señor, Señor!) que una cosa son las relaciones con la Iglesia y otra la realidad política, expresión que no sé si está expresada en gallego o en chino. Finalmente, están los católicos del PP, que afirman, fehacientemente, que la Iglesia tiene toda la razón, que el documento resulta interesante y que lo meditarán en profundidad durante las próximas vacaciones de verano.

Y queda un cuarto grupo, liderado por el presidente del Gobierno, un tal José María Aznar, reconocido católico... que no ha dicho esta boca es mía.

Y uno le comprende. En primer lugar, porque el documento viene firmado por el cardenal Ratzinger y no por el Papa, y , en segundo lugar porque mantiene un tono pedagógico. Y claro, no está bien que a él, al presidente del Gobierno elegido por diez millones de votos, alguien le presione en una dirección, por ejemplo, en la dirección que señala su conciencia: podría perder el cargo. Así que la única solución que se le ha ocurrido a don José María es la más lógica de todas: presentarse en el próximo Cónclave y postularse como sucesor de Pedro. El centro reformismo, señor Wojtyla, viene pidiendo paso. Su época ha fenecido.

Señores, como ocurre en tantas organizaciones esclerotizadas, el documento papal ha sido deglutido y metabolizado. En pocos días, su significado se ha ido tergiversando y modificando. Es decir, que ya no dice nada. El espíritu de la época ha llegado a tal extremo de virtuosismo, que es muy posible que cualquier cosa, dicha en cualquier momento y dirigida a cualquier colectivo, sea interpretado y se adapte automáticamente a la previa deformación del receptor.

Eulogio López