El lenguaje es un instrumento vivo y se entiende mal con el inmovilismo. Por eso, la RAE admite palabras nuevas, cambia el sentido de otras -con tantos aciertos como desaciertos-, deshidrata los acentos (aunque 'solo' sigue siendo distinto de 'sólo') o advierte de la contaminación del inglés. Eso es una cosa y otra, la capacidad de los humanos de distorsionar términos, enredándose en eufemismos, o cambiando, sin tapujos ni vergüenza, el sentido de otros. Hay políticos, por ejemplo, que presumen de progresistas como si los demás fueran tontos del haba, porque el progreso, señores míos, consiste en ir hacia delante, no para atrás como los cangrejos. Y pasa con otros términos como familia, horca, aborto o muerte digna.
Vamos por partes. Una cosa es acostumbrase a decir Sudamérica (en vez de Suramérica, por aquello de que está en el sur), cuando lo más razonable, precisamente por eso, sería decir Hispanoamérica. Tarde o temprano, lo verán, ya no habrá autovías del suroeste o sureste, sino del sudoeste o sudeste. Incluso se puede acostumbrar uno a escribir setiembre o posguerra. Otra cosa muy distinta, sin embargo, es la perversión del lenguaje. Esa perversión es más interesante de analizar porque prueba una cosa: el contemporáneo tiene miedo a llamar a las cosas por su nombre por las barbaridades que es capaz de hacer.
Me explico con algunos ejemplos. El caso más claro es el del aborto. Para huir de la monstruosidad que supone asesinar a un inocente, se inventó el eufemismo 'interrupción voluntaria del embarazo'. Se sigue matando igual, se llame como se llame, pero la frase de traca no esconde otra intención que querer tranquilizar la conciencia (imposible, porque el hombre está hecho para el bien). Para un abortista, la idea es que no le demos muchas vueltas.
Más. Como la familia sigue siendo lo que es desde la prehistoria, los artífices de la ingeniería social le han añadido, según y cómo, un adjetivo: "tradicional". Se trata de algo que parezca otra cosa sin destruir demasiado el lenguaje y, de paso, sin que se les vea el plumero. ¡Oh cielos!, que sociedad tan compleja: es una gilipollez como otra cualquiera que atenta contra el 99,9% de la población.
El enemigo a batir, no se engañen, es la familia. Y tiene su guasa, no crean. En primer lugar, porque habrán advertido que el término se las trae. Tradicional frente a qué: hemos barrido de un plumazo la historia. Y en segundo lugar, porque los artífices del engendro son los mismos, a su vez, que se han apropiado de otro adjetivo tótem, el de 'progresista'. Porque progresista significa, sencillamente, partidario del progreso, si éste implica un avance. Por eso, progresistas son los partidarios de avanzar, razón por la cual no venden la burra con ideas caducas, contrarias a la dignidad humana.
Se me ocurre una malicia. Del mismo modo que, por otras razones, se habla de la horca sin tapujos en el trágico final de Sadam Husein, puede que a los americanos no les pase lo mismo cuando se habla de los ajusticiados en Texas. Por esa razón, esos mismos americanos podrían inventar en cualquier momento otro eufemismo, como, se me ocurre, 'interrupción vertical de la vida'. No vaya a ser que los americanos -o los chinos- se replanteen esa otra barbaridad de la pena capital.
Seamos serios -o sea, rigurosos- a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Es el primer paso para entendernos y, después, avanzar.
Mariano Tomás
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