Decíamos ayer que empresarios, sindicatos y Gobierno habían llegado a un acuerdo sobre lo que iba a subir el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en 2007: pasamos de 540 a 580 euros brutos al mes. Para que se hagan una idea, en Irlanda, que no es Alemania ni Japón, el Salario Mínimo duplica al español.
Es lo que cobran 150.000 personas, aunque los afectados, es decir, los que se quedan en esa frontera, superan el medio millón. Y eso si hablamos de cifras oficiales. Lo cierto es que son muchos más los trabajadores sin contrato que pululan alrededor de esas cantidades por 40 horas de trabajo semanal. Y esto por la sencilla razón de que la economía sumergida toma como referencia el SMI.
Ahora bien, el SMI no sólo representa la asignación retributiva de las clases bajas, sino que su onda expansiva afecta a toda la pirámide retributiva. Podríamos decir que es el SMI el que marca los salarios.
En el ámbito internacional ocurre lo mismo. La globalización económica topa con una barrera fundamental: el dumping social. Aquellos países sin salario mínimo respetado compiten en el mercado global a costa de explotar a sus trabajadores. No es casualidad que países como India o China sean los que se niegan en el seno de la Organización Mundial del Comercio a firmar acuerdos sobre condiciones mínimas de trabajo.
Pues bien, a pesar de todo ello, los liberales odian el SMI. Su esquema habla de libertad (¡qué bonita es la libertad!). Y si la libertad provoca injusticias, el asunto lo resuelve la mano invisible, que acaba dando a cada uno lo suyo.
Parece ser que la mano invisible está muy ocupada y no consigue poner orden en las cosas, pero en países como España el beneficio de las empresas cotizadas en bolsa crece por encima del 30 y los dividendos que reparten, por encima del 20, al tiempo que a los trabajadores se les continúa exigiendo moderación salarial y un SMI que suba con el IPC (previsión oficial en España del 2%). Existe un consenso en la redicha moderación salarial que aceptan sin rechistar tanto la izquierda como la derecha, tanto los empresarios como los sindicatos.
Si a todo ello unimos el trabajo precario y unos disparatados costes de la vivienda, nos encontramos con el panorama actual: más que pobres y ricos, la sociedad está dividida en clases según la edad: los que tienen más de 40 años, es decir, los instalados, y aquellos que sufren su correspondiente travesía en el desierto con la esperanza de no depender de un salario para vivir, si acaso de dos y de tres.
Unamuno hablaba del que inventen ellos, pero nuestro modelo económico sed resumiría con un que se forren ellos. Y lo más gracioso es que hasta los sindicatos aceptan tan lamentable estado de cosas. A lo mejor es que ningún sindicalista vive con el salario mínimo.
Eulogio López