A lo largo del año 2008, cerca de 3.000 mortales de 25 países amanecieron un día sabiendo que iban a dejar de vivir.

 

Coexistían en una realidad, la de los sentenciados a ser ejecutados. En el mismo año, casi 9.000 fueron las personas condenadas a la pena capital en 52 estados del orbe, que se añaden a las que están esperando su ejecución que, según instituciones en defensa de los derechos humanos, suman entre las 18.000 y las 27.000 personas.

Al día de hoy, la pena de muerte, se encuentra vigente en 59 países de todo el mundo de los que once pertenecen al continente del Sol Naciente y que lo coloca a la cabeza de las ejecuciones en todo el universo.

Después de treinta años, la fuerza de la opinión pública sigue siendo eficiente. Cabe relatar la historia de Safiya Hussaini, una mujer de Nigeria que en 2002 fue castigada a morir por adúltera. Tenía 35 primaveras y estaba divorciada. La ley coránica (Sharia) le impuso la muerte por lapidación.

Amnistía Internacional y la ONG nigeriana BAOBAB por los Derechos de la Mujer, iniciaron una campaña para evitar su muerte. Las protestas se extendieron por todo el orbe y la presión obtuvo la victoria: Safiya obtuvo el veredicto de absolución por un tribunal de apelación islámico.

Los salvajes métodos para ejecutar a los condenados a la pena capital han sido por decapitación en Arabia Saudí; ahorcamiento en Japón, Egipto, Malasia, Pakistán, Singapur y Sudán; inyección letal en Estados Unidos y China y por lapidación en Irán.

Existió la esclavitud y hoy se califica su abolición de mejora social y moral. La Comisión de Derechos Humanos de la ONU aprobó una resolución en la que se pedía a todos los países del mundo prohibir la pena de muerte, proteger la dignidad y los derechos inalienables de toda persona humana, en todos los momentos de su existencia, desde la concepción hasta la muerte natural. Para los reincidentes en sus fechorías, se les debe aplicar la cadena perpetua.

Clemente Ferrer
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