Tanto los gobiernos como los medios informativos europeos apoyaron a Hezbolá durante la reciente guerra del Líbano. Israel era el agresor y el grupo terrorista que controla el sur del Líbano y que había secuestrado a dos soldados hebreos eran los audaces guerrilleros que habían detenido al ejército israelí.

Ahora, en la posguerra, las cosas se ven de otra manera. Tanto Siria como Irán, dos tiranías islámicas a cuál más peligrosa, han descubierto cómo golpear a Israel: nada de batalla en campo abierto; la guerrilla, es decir, parapetarse detrás de la sociedad civil, resulta mucho más eficaz. Recordemos que Hezbolá es un ejército sin control dirigido por un clérigo integrista y financiado y armado por Teherán y Damasco, respectivamente. Y ahora un ejército, es decir, un grupo terrorista de estas características, tiene que ser desarmado. Y ahí ha empezado la juerga. Ni el ejército libanés, compuesto en sus tres cuartas partes por chiítas, tiene la menor intención de desarmar a Hezbolá ni la misma ONU se atreve a pedirle a la fuerza multinacional dirigida por europeos que lo haga. Lo de los franceses, creadores del Líbano, resulta de lo más risible: no quieren aportar hombres si no queda claro cuál será su función. Pero su función no puede ser otra que la desarmar a Hezbolá. Y para ello se necesitan mucho más que 15.000 efectivos. Desarmar a los chicos del jeque Nasralá exige doblarle el pulso a Irán y a Siria, así como contradecir al mismísimo gobierno libanés, que sufre un verdadero síndrome de Estocolmo respecto a los chiítas de Hezbolá.

Y así, Europa está comprendiendo que los hebreos tenían toda la razón. En el viejo continente muchos sienten pena de que el ejército israelí no consiguiera desarmar a Hezbolá. Si hay un país en peligro de una nueva guerra, ése es el Líbano.