Ahora va y dice que es rojo. Ni blanco, ni ocre, ni negro y ni siquiera rosa, aunque solo fuera por solidarizarse con los gays. Podría haber elegido el gris marengo o el morado berenjena. Pero no. Se ve rojo, se siente rojo y se cree rojo. Como un pimiento o un tomate de los de freír. Si al menos se viera parecido con uno de ensalada hubiera ganado en variedad de color. Rojo a secas.
Está claro que por mucho que le pongamos verde se seguirá viendo rojo. Con traje azul y camisa blanca, la bandera francesa. Con polo verde y bufanda clara, la ikurriña. El amarillo ni tocarlo, que da mala suerte y no combina a gusto del señor. Rojo como la insípida carne de la sandía. Rojo como las cerezas de Julia Otero. Rojo como un molesto sarpullido. Rojo como un golondrino reventón. Rojo como los farolillos de un puticlub.
Ni siquiera los Piel Roja se veían rojos. Más oscuritos de tez y sanseacabó. Este se mira en el espejo y le parece normal y saludable ser rojo. Como si estuviese al borde de una apoplejía o sufriendo un sofocón de aúpa. Yo me lo haría mirar sin dilación. Puede que tenga algún problema cardiovascular y no se haya enterado o lo sabe y se hace el sueco, que es lo habitual. No sería tan grave si ese color que dice tener se debiera a un ataque crónico de vergüenza. Eso se curaría dimitiendo.
M Concepción Rivero Sánchez-Guardamino
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