"Prepararás al mundo para mi última venida". Punto 848 del diario de Santa Faustina: "Habla al mundo de mi misericordia, para que toda la humanidad conozca la infinita misericordia Mía. Es una señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía hay tiempo".
Ya hemos dicho que Juan Pablo II defendió a su paisana, Faustina Kowalska, de la que se sentía "muy próximo". La religiosa polaca murió en Cracovia en 1938 pero sus revelaciones resultaban tan osadas que la Iglesia prohibió sus escritos y se tomó un tiempo para decidir. Hasta la década de los setenta, la obra de esta apóstol de la misericordia divinano recibiría el visto bueno eclesiástico. A partir de ahí, Juan Pablo II, ya Papa, la canonizaría, promulgaría la Fiesta de la Divina Misericordia, el domingo de Pascua, que en este año 2011 cae en 1 de mayo, fecha elegida por Benedicto XVI, no por casualidad, para beatificar a su antecesor.
De la teología de una monja iletrada surge el torrente teológico más destacable del Papa Wojtyla. Si Benedicto XVI dedicó sus tres primeras encíclicas a cada una de las virtudes teologales, Juan Pablo II hizo algo parecido con Redemptor Hominis -Dios hijo-, Dives in Misericordia -Dios padre- y Dominum et vivificantem -Espíritu Santo-.
La segunda es la plasmación de las revelaciones de Kowalska, donde Juan Pablo II une dos conceptos: infancia espiritual con la misericordia infinita de Dios con el Hombre. Si lo quieren en sus propias palabras: "todo acabará careciendo de importancia, o de esencialidad, salvo esto: Padre, Hijo, Amor".
Ahí se resume toda la cosmovisión cristiana de la existencia. Como le recuerda Cristo a Kowalska, lo que más le duele a Dios no es el pecado del hombre sino la falta de confianza del hombre en que ese pecado sea personado. De lo que debo deducir que la herejía que más molesta al Padre Eterno es el gnosticismo, con sus derivados albigense y jansenista. En otras palabras, la falta de confianza del hombre en la paternidad misericordiosa del redentor.
Con la Divina Misericordia por bandera, Juan Pablo II va a comenzar sus viajes maratonianos por África y Asia sin descuidar la desesperanza que cundía en países de raigambre cristiana como Italia o Alemania. Juan Pablo II va a recorrer el planeta con esta bandera. Su evangelización puede resumirse así: basta de pesimismos, confiemos en la misericordia de Dios Padre. La parábola de Wojtyla es la del hijo pródigo, todo lo demás, es mera consecuencia.
Un mensaje que, en principio, parece más apropiado para la Europa de historia cristiana que para el África olvidada o para el continente asiático, perdido en la bruma panteísta, un error que conduce al horror de existencias perdidas en el círculo eterno de la vida. O sea, una amargura. Contra ello, el Pontífice venía a decir a todos, sin distinción: Dios está pendiente de tu palabra.
Fue la tesis que expuso en Kenia, Alto Volta, Ghana, Costa de Marfil o Zaire ante un público que recibía del polaco lo que más necesitaba: la dignidad de ser hijo de Dios. Su séquito estaba agotado, los periodistas también pero el atleta de Dios andaba tan fresco, regalando un sentido para la vida, el único sentido posible, a hombres que llevaban inscrito en la frente su condición de eternos parias, de marginados permanentes.
Y tras África, Asia, el continente más poblado. En 1981, Wojtyla recorrería el continente más olvidado por el Occidente cristiano: Paquistán, Filipinas, Guam, Japón y Alaska. El primero, un país de fundamentalista peligroso, Juan Pablo II hizo una "escala técnica" donde celebró una Eucaristía para 100.000 paquistaníes cristianos, pobres y marginados en un mundo islámico extraordinariamente agresivo, cuna de terrorista en medio mundo.
A lo mismo. El alcance de la paternidad de Dios, de su misericordia con el hombre, ese descendiente de Adán nunca abandonado por su Creador, traspasaba todos los prejuicios religiosos y culturales y tocaba en la diana del corazón humano. Lo inventó Kowalska pero lo implementó -que diría un ejecutivo- Wojtyla. Es el tiempo de la misericordia que precede al de la justicia. Si Juan Pablo II era Huracán Wojtyla y no quería perder el puesto.