"Prepararás al mundo para mi última venida". Punto 532 del diario de Santa Faustina: "Penetra en el espíritu de mi pobreza y organiza todo de tal modo que los más pobres no tengan nada que envidiarte". El 13 de mayo de 1981, festividad de la Virgen de Fátima, tras haber almorzado con el genetista Jérôme Lejuene, que nunca logra el Premio Nobel por su defensa de la vida -a pesar de haber identificado el desastre cromosómico que provoca el síndrome de Down- comenzó su paseo en jeep por la Plaza de San Pedro, abarrotada de peregrinos. De pronto, las palomas echaron a volar. La razón era sencilla.
El turco Alí Agca había disparado dos tiros contra el Papa, que se desplomó sobre su secretario, don Estanislao, siempre a su lado. Trasladado al Policlínico Gemelli comenzó una operación a vida o muerte, pues la bala que le había perforado el intestino había provocado muchos daños en el organismo del Pontífice quien, sencillamente, se desangraba en una hemorragia que parecía imposible de detener.
Semanas atrás se había serenado, sólo temporalmente, el ambiente en Polonia. Los rusos mantenían tropas en la frontera polaca pero el peligro de invasión parecía haberse superado. Moscú había decidido que fueran los propios comunistas polacos quienes metieran en vereda a Solidaridad pero, en el entretanto, había que eliminar a su principal enemigo, que no vivía en Varsovia, sino en Roma.
El periplo médico de Karol Wojtyla revela que en efecto el estilo es el hombre. Siempre se mostró agradecido con los médicos pero sin dejar de recordarles que el propietario de la salud es el enfermo quien, si se lo permite su estado, debe ser quien posea la última decisión, amén del derecho a estar plenamente informado de lo que le ocurre. Pertinente lección.
Pero aún a las puertas de la muerte, pues las consecuencias del atentado se dilatarían en el tiempo hasta su mismo fallecimiento, Juan Pablo II no podía estarse quieto. Su biotipo pertenece a la clase de los laboriosos que nunca parecen tener prisa. Y así surgió la Laborem Exercens, la encíclica económica que corona la Doctrina Social de la Iglesia, iniciada en 1891 con la Rerum novarum de León XIII y a la que Benedicto XVI pondría el broche de oro con el apartado económico de su encíclica dedicada a la caridad, la Caritas in veritate.
Laborem Exercens hizo exclamar al socialista español Alejandro Cercas: "El Papa nos ha dejado a la derecha".
Primer aldabonazo de la encíclica: Juan Pablo II defiende la propiedad privada pero recuerda que sobre ella pesa una hipoteca social, algo parecido a lo que prometía Ramón Areces y su Corte Inglés: Tengo el deber de devolver a la sociedad lo que la sociedad me ha dado.
Segundo: entre esa hipoteca social se incluye la justísima necesidad de financiar a las madres que se dedican en exclusiva a cuidar de sus hijos, a la familia. De ahí surge la idea del salario maternal, que poco después sería puesto en marcha, aunque no se le otorgue ese nombre, en algunos países europeos como Francia, Bélgica o Irlanda.
Tercero: el trabajador tiene derecho a un salario digno, a unos beneficios adecuados y la sindicación para mantener sus derechos.
Y por cierto, el trabajo fue ennoblecido por el propio Cristo, que le dedicó la mayor parte de su paso por este mundo.
Cuarto: el trabajo es más importante que el capital, porque con el trabajo el hombre se realiza. Con él las personas no se limitan hacer más sino que "van siendo cada vez más".
En otras palabras, si León XIII apostaba por un mundo de propietarios, en lugar de por un submundo de proletarios, el Papa polaco -ochenta años después- analiza la economía de su tiempo, es decir, un mundo de proletarios, el Estado servil, para recordar que, mientras se consigue el ideal de la propiedad privada generalizada y convenientemente distribuida al por menor, urge la re-implantación del salario justo, porque el trabajo, junto a la propiedad, constituye el factor fundamental de la libertad del hombre y de la familia, con cuya dignidad no se puede jugar porque es hijo redimido de Dios.
El marxismo, presunto defensor de los trabajadores jamás llegó a soñar con alcanzar ese nivel de respeto y de valoración del trabajo.
En la Laborem Exercens, Juan Pablo II se preocupa más de la víctima que del sufriente, porque Dios permite el dolor pero abomina de la injusticia Y, también, porque, recordando el viejo distingo -reconozco que un poco grosero-: "una cosa es la santa pobreza y la otra la puta miseria". Pero quede claro que la frase no corresponde ni a Santa Faustina ni al próximo Beato Karol Wojtyla. La responsabilidad es estrictamente personal.
Una cosa es ser austero por amor de Dios y otras ser mendicante por obligación. El salario justo no es mendicidad, es justicia.