"Prepararás al mundo para mi última venida". Diario de Santa Faustina, punto 1076: "¡Cuán dolorosamente Me hiere la desconfianza en mi bondad! Los pecados de desconfianza son los que Me hieren más penosamente".

 

En 1994 dio comienzo el duelo al sol, uno de los más apasionantes de toda la centuria, duelo Bill Clinton-Karol Wojtyla, que ya había comenzado en 1992 pero que vivió su asalto principal en la Conferencia sobre Población y Desarrollo de El Cairo y en la Conferencia de Pekín sobre la Mujer (1995).

Por cierto, hay algo sorprendente en las catalogaciones de los hombres según su discurso sobre la mujer. Por ejemplo, el presunto reaccionario machista era Juan Pablo II (en la imagen) un hombre al que se le ha acusado de todo pero jamás de lascivo.

Sin ánimo de ofender, y dado que es del dominio público y universal, Bill Clinton no parece que pueda ponerse como modelo en materia de respeto a la integridad física de las señoras, aunque estoy seguro que valedor de su espíritu. 

 

 

Pues bien, el irrespetuoso Clinton era la estrella de las feministas, mientras que el autor de Mulieris Dignitatem era el retrógrado enemigo de la mujer. Y no es una excepción, los modelos de la mujer progresistas siempre son hombres rijosos, mientras los hombres rijosos están encantados con la llamada liberación de la mujer: tienen el campo libre. Como dirían los británicos, chocante. 

El presidente Bill Clinton ha sido el heraldo del aborto y de todos los ataques contra la vida en el mundo, no sólo en sus ocho años como presidente de los Estados Unidos, sino tras abandonar el cargo. Es decir, Juan Pablo II, el hombre que retó al Imperio soviético en los años ochenta, tuvo en los noventa como adversario a la potencia vencedora de la Guerra Fría. En los años ochenta lidió con el comunismo por la libertad del hombre, en los noventa, contra el progre-capitalismo de Washington por el derecho a la vida, o sea, a la existencia.

 

Total, que frente al llamado Convenio de Washington, es decir, el credo capitalista, se encontraba el diminuto Estado Vaticano. Los jalones del duelo iban a coincidir con dos conferencias internacionales, ese invento del Nuevo Orden Mundial (NOM) que, a través de la ONU, intenta imponer un consenso ético mundial.

Primera etapa: Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo de El Cairo (1994) y la Conferencia sobre la Mujer de Pekín, en 1995. Es decir, el aborto y el control de la población (eugenesia) y la ideología de género.

El NOM no es una conspiración, aunque sus actuaciones adquieren en ocasiones los tintes propios de las conspiraciones clásicas. El NOM es un consenso. Eso sí, cuando el NOM no consigue imponer sus políticas -por ejemplo, abortistas- en un país determinado por métodos democráticos, invoca el derecho internacional, mientras aclara que dicho consenso sólo tiene un canal admisible: Naciones Unidas.

En el Cairo, el NOM volvería a Malthus: no es posible alimentar a la población mundial, ergo hay que reducirla con contracepción, aborto y esterilización. ¿Y si no quieren Pues se les obliga en nombre de los derechos reproductivos. ¿El lenguaje les suena familiar, verdad

Karol responde que el aborto es mucho más que al aborto. Asegura que una vez que se considera que la vida humana es prescindible, cualquier otro valor queda en entredicho y llega el infanticidio, la manipulación genética, la eutanasia y el sometimiento del débil porque la debilidad molesta. Lo que late al fondo del control de la población no es más que el "Seréis como dioses", personas que deciden quién viene a la existencia y quién debe morir antes de conseguirlo.

La pieza clave del Vaticano en El Cairo va ser su jefe de prensa, Joaquín Navarro Valls y su principal adversario el vicepresidente norteamericano, Al Gore. Ciertamente, Wojtyla demostraba así una gran confianza en sus colaboradores. Gore, como buen político, se dedicó a negar la evidencia.

Repetía, que "Estados Unidos ni había buscado, ni buscaba, ni buscaría establecer una ley internacional del aborto". El documento presentado por la Administración Clinton en El Cairo hablaba de "asistencia sanitaria a la reproducción" y, en lugar de aborto, prefería emplear el solecismo "terminación del embarazo". No es cierto que Navarro respondiera: "El señor vicepresidente miente". Aunque sea periodista, un representante Vaticano ha de ser mucho más educado. Lo que realmente dijo fue lo siguiente: "el proyecto del documento que tiene a Estados Unidos como el principal responsable, contradice, en realidad, la afirmación del señor Gore". Vamos, que el señor vicepresidente estaba soltando una trola enorme.

En cualquier caso, El Cairo constituyó una victoria de la filosofía de la muerte. La respuesta del Vaticano consistió en un ejemplo práctico de vida.

Dos días después de finalizada la conferencia, Juan Pablo II  beatificaba a Gianna Beretta Molla, una pediatria italiana, madre de tres hijos y embarazada del cuarto. En el segundo mes de gestación se le diagnosticó cáncer de ovario y se le animó a abortar. Se negó y siguió adelante con el embarazo. Días antes del alumbramiento, Gianna ordenó a su médico: "Si tiene que escoger, no dude ni un segundo: decídase por la vida del bebé". La niña Gianna nació el 21 de abril de 1992. Su madre murió siete días después por las serias complicaciones provocadas por el parto. 32 años después, Gianna asistió a la ceremonia en la que Juan Pablo II beatificaba a su madre.

Meses después la creada, por Wojtyla claro, Pontificia Academia para la Vida, compuesta por médicos bioéticos y filósofos, dictaminó: "Desde la concepción hasta el último instante de la vida es el mismo ser humano el que crece, se desarrolla y muere". Y más: "El óvulo fecundado, el embrión, el feto, no son susceptibles ni de ser donados ni de ser comercializados".

De esas dos ideas saldría la frase que aún identifica al movimiento provida en el mundo: "el ser humano es sagrado desde la concepción hasta la muerte natural". La batalla no ha cambiado, y se ha convertido en la gran batalla de nuestro tiempo, ya bien entrado el siglo XXI.

Un año después, en Beijing, el NOM puso en juego la ideología de género, donde se demostró que el mayor enemigo de la feminidad es el feminismo. El 1 de enero de 1995, el mensaje de Año Nuevo por título: "Las mujeres, maestras de la paz".

En vísperas de la Conferencia, el Papa insistió en defender la participación activa de la mujer "en todos los aspectos de la vida pública". Sólo que, en contra de las propuestas feministas, el Papa recordaba que la revolución sexual sólo había servido para legitimar "la promiscuidad e irresponsabilidad masculinas".

Wojtyla envió a Pekín una delegación presidida por la catedrática de Derecho de la Universidad de Harvard, Mary Ann Glendon. También figuraba en ella la política noruega Janne Haaland Matlary y la ex ministra de Sanidad nigeriana, encarcelada tras un golpe de Estado, Kathryn Boomkamp. A Navarro Valls, que formaba parte de la Delegación vaticana, Wojtyla le aconsejó: "Si algo va mal busque refugio en el pueblo". Como Chesterton: "¿Moral Preguntad al pueblo".

La Conferencia tampoco fue un éxito y la mayoría de los países participantes se mantuvieron su feminismo pedestre, en el que la maternidad y la familia constituían un lastre para la realización femenina. Pero la postura del Vaticano dejó clara, una vez más, dónde estaba el sentido común y donde la locura de una guerra de sexos que llevaba a la violencia, es decir, a la marginación de la mujer, convertida en un objeto de placer para uso del varón. Porque el feminismo sólo acepta como triunfadoras a aquellas mujeres que imitan al hombre. Esa batalla continúa hoy.

En 1995 Juan Pablo II daría carta de naturaleza a su gran sueño de evangelización en Asia, el continente más poblado del mundo. Se celebra en Filipinas, país católico por mor de la colonización española, la Jornada Mundial de la Juventud y el Papa congrega a la mayor concentración humana de la historia: 5 millones de jóvenes le escuchan en Manila. El terrorista islámico Ramzi Yousef intentaría asesinar al Papa sin éxito. Desde el archipiélago el Pontífice establecerá el cuartel general desde donde se abordaría la gran asignatura pendiente: la evangelización de China.

Los últimos años del Pontificado de Juan Pablo II consistirían en aplicar los principios sembrados desde 1978. Batalló por devolver a Europa a sus raíces cristianas y muchos le han secundado en esa batalla, abrió el régimen cubano a la Iglesia y con ella a la esperanza, enfrentó el regalismo francés, viajó a Israel para sellar el reencuentro entre judíos y cristianos, y lanzó el jubileo del año 2.000, lo que le situó a la extrema izquierda del capitalismo reinante en el mundo rico, cuando pidió fronteras abiertas al emigrante.

Una década en la que fue recibido con saña en el Occidente cristiano y con expectación en el Oriente panteísta o pagano. Y es que en la última recta de su pontificado ya todos le conocían hasta demasiado bien. Por eso le temían. El Papa había colocado a cada hombre, a toda la humanidad, ante su propia responsabilidad. Ya no era posible el equívoco ni por ignorancia ni por mala fe. Cada cual debía elegir entre la luz y la oscuridad.

Su deterioro físico se acentuaba tanto como se afianzaba su solidez mental y su fortaleza psíquica, abandonado como estaba a la voluntad de Dios.

Quizás más, porque a la oración que había constituido la nota distintiva de su vida, añadía ahora el sufrimiento, que otorga una espléndida lucidez.

El hombre que se había dirigido a más multitudes que ningún otro en toda la historia de la humanidad, el que había visitado más de 100 países y recorrido más de 1 millón de kilómetros, tres veces la distancia entre la tierra y la luna, el Papa con mayor producción de encíclicas, cartas apostólicas, documentos y discursos, ejerció autoridad pero renunció al poder. Sólo seis teólogos habían sido sometidos a disciplinas con penas tan suaves que hubieran provocado la carcajada de cualquier político o empresario. Sus principales enemigos seguían al frente de las instituciones católicas.

En los últimos años de su vida, el filósofo italiano Rocco Buttiglione, quien no pudo ser comisario de Justicia de la Unión Europea por defender que la homosexualidad es antinatural, recordaba a Juan Pablo II la escasa 'efectividad' de su ingente tarea al servicio del hombre como obispo de Roma.

La respuesta de Juan Pablo II es un resumen de su vida: "¿acaso se puede imponer la verdad por la fuerza El modelo de Jesucristo es ser testigo de la verdad, pero no a través de la sangre de los agresores o de los pecadores, sino a través de su propia sangre".

Años atrás, el poeta Wojtyla, en su obra Stanislaw, había resumido su fructífera existencia: "La palabra no convirtió, la sangre convertirá".

La vida de Wujek estuvo marcada por esa opción, por ser víctima antes que verdugo. Eso sólo se consigue cuando se tiene una confianza ciega en Cristo, cuando uno se abandona en sus manos fiado de su misericordia. Entonces, todo resulta fácil.