Los felices padres aseguran sentirse muy felices por dos motivos: una nueva vida y la posibilidad de salvar a otra.
Y esto es bello e instructivo, dado que el abajo firmante se apunta con entusiasmo a la utilización de células madre adultas, por ejemplo, las del cordón umbilical, que todos deberíamos guardar, por si acaso.
Sólo que la bonísima noticia supone que, al igual que se hace con las vacas, una serie de PC, prestigiosos científicos, han exprimido a los padres de la criatura y han creado un puñado de hijos-embriones -no nos dicen cuántos- de los que han seleccionado a uno mientras a los otros los han tirado a la basura, los han utilizado como cobayas de laboratorio (cada vez menos, dado que del destripamiento de embriones nadie saca nada, especialmente desde que Bernat Soria llegó a ministro y con ello disimuló su fracaso investigador) o los han metido en un congelador-camposanto. Los felices padres, tienen ahora un montón de hijos embriones por ahí perdidos, pero como ninguno de ellos tiene forma de niño, no les importa. Gente con más sensibilidad, que no sólo mira con los ojos, ha acabado en el psiquiatra por tan dantesca, o kafkiana, situación, al reparar en que tiene unos cuantos hijos enjaulados en la nevera de un hospital.
Pero la parte más sangrante del asunto está en los médicos. Termino de leer la magnífica obra Morfina Roja, sobre el doctor Luis Montes, el compasivo de Leganés, sobre las sedaciones en aquel hospital: ¡Pobre doctor Montes, todo el mundo se le moría! y me doy de bruces con la noticia de Sevilla. En el fondo estamos hablando de lo mismo: médicos científicos y otros profesionales que se han creído aquello de seréis como dioses, que alguien pronunciara tiempo atrás, cuando el desagradable incidente de la manzana. Los doctores del hospital Virgen del Rocío deciden qué embrión tiene derecho a vivir y cuáles son destinados al matadero (por motivos terapéuticos, claro está) y el doctor Montes decidía cuánto debían vivir sus pacientes -por motivos éticos y estéticos, según su propia definición-. Cuánto debían vivir, eso sí, sin dolor, sin consciencia, sin despedida. Como el chiste: sin manos, sin pies... sin dientes.
Matar a los no nacidos, clonar, crear bebés-medicamento o decidir cuándo deben morir los demás. Precisamente las dos competencias de Dios: la vida y la muerte. Bueno, hay una diferencia: Dios crea de la nada y deja morir para la vida eterna, pero el hombre no puede dar vida -esa lamentable limitación-, sólo muerte, y lo único que es capaz de crear es el mito de Frankenstein que, como es sabido, siempre fue un tipo repugnante.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com