Los primeros 25 años, el hombre no se entera de mucho. Su inmadurez y su falta de formación y de adaptación al medio se lo impiden y, aún más que eso, sus apetitos no domesticados.

El adolescente -no hay que preocuparse, hoy la adolescencia dura hasta los 30- es un tipo triste porque no se aguanta a sí mismo, un fulano sin armonía y sin señorío, filofóbico, un pelín amargado.

Es justo en ese momento, cuando su espíritu debería empezar a controlar la situación y cuando, por tanto, comienza a disfrutar de ella, empieza a fallar el cuerpo. A los 26 comienza la decadencia física de nuestro personaje. A partir de ahí, nuestro hombre puede vivir hasta los 60, 70, 80 ó 100 años: igual da (no, no hablo de Bibiana Aído): los últimos cincuenta serán una sucesión de reuma y Alzheimer progresivo, según el viejo aforismo: a partir de los cuarenta, si te levantas de la cama y no te duele nada... es que estás muerto.

Muchos quieren vivir muchos años, sin darse cuenta de que así no viven, solamente sobreviven. Y si fuera verdad, como dicen los progres, que el hombre no le teme a la muerte, sino al dolor y la incapacidad, no acabo de comprender cómo la inmensa mayoría de los mortales insiste, hasta extremos patológico, en no morirse a pesar de las limitaciones, incapacidades y dolores que arrastran durante los últimos años de su existencia.

Por contra, Cristo ofrece el ciento por uno y la vida eterna, la que sacia sin saciar. ¡Bueno, esto es ya otra cosa! En resumen, si Dios no existe, ¿cómo voy disfrutar de la vida? Es más, ¿para qué vivir? ¡Menudo timo!

Los agnósticos más tópicos, como Sánchez Dragó, aseguran que muchos confunden su deseo de que exista Dios con la realidad. ¿De verdad creen que hay tantos dispuestos a estafarse a sí mismos, sobre la cuestión más importante de su vida? Como si la mentira pudiera consolar a alguien.

Eulogio López

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