Atrás quedaba la carrera de Medicina y todo un futuro que dejaba en suspenso para perpetuar la llamada de Cristo.
Este convento, que sería su flamante hogar, estaba compuesto por unas veinte monjas. La más joven había cumplido ya los 40 abriles y desde hacía 23 años no entraba una postulanta.
Candidez, obediencia e indigencia. Vida contemplativa y nada más. Marijose cambió su nombre por el de Sor Verónica y su indumentaria por un traje talar atado a la cintura por un cordel blanco, sandalias todo el año, una celda como dormitorio, oraciones desde las primeras luces del día, penitencia, disciplina, quietud, vigilia y labranza, para encontrar a Cristo. Y lo encontró alejada del mundo exterior y encerrada entre muros y verjas. Una hermana muy mayor, en el lecho de muerte, le dijo que ella vería cosas grandes.
El monasterio hoy, acoge a jóvenes que anhelan tomar parte del júbilo de estas religiosas que oran, interpretan canciones y danzan sin abandonar la sonrisa de sus labios. Alzan los brazos a la eternidad mientras cantan Soy de Cristo.
Las alegres monjas son urbanas y universitarias. El convento está lleno de licenciadas en derecho, economistas, físicas y químicas, ingenieras de caminos, industriales, agrícolas y aeronáuticas, maestras, facultativas, farmacéuticas, biólogas, licenciadas en filosofía y pedagogas.
La madre Verónica atraviesa mis ojos con su mirada limpia, purificada por los sollozos; ladea la testa con humildad y coge mi mano entre las suyas enflaquecidas: "Estamos haciendo algo grande por amor a Cristo y necesitamos tiempo". Y se ausenta transportando su hábito con garbo, del que cuelga un rosario de madera de pino.
Cuando Marijose arribó al monasterio de Lerma, en 1984, estaban 23 monjas clarisas.
En 1994, bajo su dirección espiritual, entrarían 27 hermanas más. En 2002 sumaban 72; en 2004, 92; en 2005, ya eran 105. Y 134 a finales del mes de septiembre de este año.
La madre Verónica, piadosa y enardecida, de fuerte arranque y débil salud, con los hombros caídos pero firmes, como si llevara sobre ellos el peso de sus 134 hijas, continúa con una gran labor: la siembra del amor a Cristo.
Ni ella misma está al cabo de la calle del misterio del convento de Lerma. Es, sencillamente, de Cristo.
Clemente Ferrer
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