Sr. Director:
Cuando hace algún tiempo tuve que pasar una temporada en Nueva York por motivos de trabajo, me gustaba ver al llegar al hotel terminada mi jornada laboral; un pequeño espacio de dibujos animados que proyectaban en una de las cadenas locales de TV, mi único relax tras casi diez horas seguidas de no bajar la guardia.

No duraba mucho, como máximo media hora, lo justo para desconectar, y su personaje central era un amable y simpático personaje, director de una oficina cualquiera, que se pasaba el día atendiendo con todo agrado las situaciones más insospechadas, enrevesadas y problemáticas de un público lo más variopinto que uno se pueda imaginar.

Conforme el reloj oficial colgado en la pared se acercaba a la hora del final del trabajo, que algunos compañeros a veces habían abandonado unos minutillos antes y él nunca osaba hacerlo por cumplidor, empezaba su transformación. Su primer gesto ya era harto significativo: cómo se quitaba su bien cortada y elegante chaqueta, y agarraba del clásico perchero de árbol, una especie de cazadora de colores verdaderamente insufribles.

Luego, cómo atrapaba del mismo perchero una de esas gorras de prominente visera, con las insignias bordadas de algún equipo de béisbol, a ser posible los yanquis. Sus gestos iban cambiando en cada movimiento: para colgar la chaqueta; para meter una manga; después la otra; para acomodar la prenda al cuerpo;... en fin, era todo un espectáculo destinado a exagerar la situación, evidentemente, para crear el aspecto más cómico posible, aunque sin saber la primera vez que se veía, dónde iba a concluir todo eso.

Porque toda esa transformación se reflejaba en su cara, en su mirada, en sus menores gestos, acentuándose la diferencia a medida que se acercaba al sitio donde aparcaba su coche, abría la puerta y se sentaba al volante.

Amigo, ahora empezaba lo bueno. Se producía un cambio repentino. La salida del aparcamiento, la incorporación al tráfico de la calle, y no digamos su circulación por la misma, y su entrada por el ramal correspondiente de acceso a la atestada autovía; sus maniobras de navegación para adelantar a todo bicho viviente que osase ir delante de él, incluidos sus insultos, gestos impresentables, desprecio peligroso de su propia seguridad, y bastante menos para la de los otros,etc., eran el objeto educativo de la serie, que en algunos casos incluía la solución adecuada al disparate que este hombre había realizado.

Al final, la llegada a su casa, con sus intentos para recomponer en su indumentaria todo lo que en su atrabiliario recorrido desde la oficina se había desaliñado, era un  numerito para ver. Y una vez abierta la puerta, el cariñoso saludo a la familia, claro.

Otras veces lo presentaban al revés. Primero era el espectáculo de la carretera, y luego la transformación a su llegada a la oficina. Su cambio de vestimenta a la inversa: la cazadora por la elegante chaqueta; la suavidad incipiente de la dejada en la percha de la gorra; los delicados tironcitos para ajustar debidamente la chaqueta; y por último, el toque de peine para atusar su alborotada pelambrera.

Y yo me he preguntado muchas veces al recordar este personaje: ¿No estaremos tratando así, de forma inconsciente, nuestros deberes cristianos? ¿No serán para nosotros una forma de actuar que se adopta, o no, según se sale o se entra de un sitio determinado? ¿No será así nuestra forma de ser, que olvidamos nuestros buenos propósitos al salir de cumplir con nuestras obligaciones de hijos de Dios? ¿No encontraremos en estas obligaciones algo de quita y pon, como las prendas de ropa que nuestro buen oficinista se quitaba o ponía, símbolo de su cambio de personalidad? ¿Qué sólo son de obligado cumplimiento mientras estamos allí dentro, en la Iglesia, y luego en la calle, en la circulación diaria no sirven para nada? Ni para nadie.

Alberto López Palanco

lopezpalanco@gmail.com