Cada pueblo tiene el gobierno que se merece, y cada presidente el vicepresidente que designa. José María Aznar, un personaje empeñado en el silencio pétreo y en provocar temor reverencial a su alrededor, se ha topado con un gallego profundo, Mariano Rajoy, que le paga con sus mismas armas. Rajoy, por ejemplo, ha lanzado mensajes a los nacionalistas catalanes, en el sentido de que si él fuera presidente, el españolismo del Ejecutivo madrileño, cambiaría, y sería posible revisar la autonomía catalana e incluso una "relectura" de la Constitución. Un mensaje que ilusiona al previsible sucesor de Jordi Pujol, Artur Mas, que podría vivir una experiencia histórica para ser recordado: una nueva etapa de autogobierno.  Y si alguien está necesitado de coronarse como príncipe de Cataluña, ese es el actual "hereu". Eso sí, antes deberá ganar en su propio feudo, y no lo tiene fácil.

Mientras tanto, Rodrigo Rato anda enfadado (aunque no mucho qué conste) con el director del diario ABC, José Antonio Zarzalejos. Fue Zarzalejos, en su editorial, quien recogió la frase maldita, en la que Rato se mostraba a disposición de su Partido para suceder a Aznar. Rato recuerda que exactamente lo mismo declaró a los diarios barceloneses La Vanguardia y El Periódico, pero que el tratamiento dado por ABC causó mucho más impacto y oficializó la opción de Rato.

Mientras, el tercer candidato, Mayor Oreja, tras su metedura de pata en el Parlamento Vasco, se ha visto redimido por el mismísimo Tribunal Constitucional, que ha declarado atentatorios contra la norma básica española, los Presupuestos del Gobierno vasco. El problema con Mayor Oreja es otro: ¿acaso sabe hablar de algo que no sea terrorismo?

Y a todo esto: el debate sucesorio no es un debate ideológico. Aznar reinventó, con el centro-reformismo, la sociología política y la tecnocracia. Podríamos resumir así el famoso centrismo aznariano: en primer lugar, hay que darle al pueblo lo que demande aquella parte del pueblo con capacidad para hacerse oír. Segundo: sólo hay un principio posible, y se llama eficiencia.

Para ser exactos, el PP no tiene principios, sólo hipótesis de trabajo. Los tres delfines de Aznar se parecen a él como dos gotas de agua: nada les diferencia ideológicamente, salvo la pétrea y muy profunda convicción de que cada uno de los tres sería, sin duda, el mejor sucesor de entre todos los posibles.