Reconozco que disfruto como un loco durante la Fiesta de la Sagrada Familia, cuando se leen esas palabras de San Pablo sobre los deberes de esposos, padres e hijos. Sin ir más lejos, en la fiesta de la Sagrada Familia, el siguiente domingo a Navidad, cuando el bueno de San Pablo afirma aquello de Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos. Seis palabras que resuenan como un trueno en el templo, como la ira de los patriarcas, como una plaga de Egipto, como un discurso de Zapatero. En ese momento, en cualquier templo, alguien podría recordar aquello de ha pasado un ángel, no se sabe si de luz o de tinieblas, pero, en cualquier caso, el silencio se puede cortar. Sé que sacando de contexto las palabras de San Pablo estoy cometiendo idéntica tropelía a la de quienes cogen el rábano por las hojas y enarbolan esas seis palabras como la demostración última del machismo cristiano. Pero qué quieren que les diga, uno disfruta mucho con estos divertimentos.
Y miren por donde, el predicador papal, un tal Raniero Cantalamessa, a quien me imagino como un cura entrometido, dispuesto a privarnos de nuestros más inocentes divertimentos, se ha propuesto fastidiar nuestros honestos pasatiempos. En un tono perentorio y un tanto lamentable, Canalamessa nos aclara una cuestión que nadie le había pedido glosar. Por tanto, sobra por mi parte todo comentario (ya comenta él hasta demasiado). Léanlo y olvídenlo cuanto antes:
Leyendo con ojos modernos las palabras de San Pablo, salta inmediatamente una dificultad. San Pablo recomienda al marido «amar» a la propia mujer (y esto está bien), pero luego recomienda a la mujer que sea «sumisa» al marido y esto, en una sociedad fuertemente (y justamente) consciente de la paridad de los sexos, parece inaceptable. Sobre este punto, San Pablo está, al menos en parte, condicionado por la mentalidad de su tiempo. Sin embargo, la solución no está en eliminar de las relaciones entre marido y mujer la palabra «sumisión», está en todo caso en hacerla recíproca, como recíproco debe ser también el amor.
En otras palabras, no sólo el marido debe amar a la mujer, sino también la mujer al marido; no sólo la mujer debe estar sometida al marido, sino también el marido a la mujer. La sumisión no es entonces sino un aspecto y una exigencia del amor. Para quien ama, someterse al objeto del propio amor no humilla, al contrario, hace felices.
Someterse significa, en este caso, tener en cuenta la voluntad del cónyuge, de su parecer y de su sensibilidad; dialogar, no decidir por sí solo; saber a veces renunciar al propio punto de vista. En fin, acordarse de que se han convertido en «cónyuges», esto es, literalmente, personas que están bajo «el mismo yugo» libremente acogido. La Biblia sitúa una relación estrecha entre el estar creados a «imagen de Dios» y el hecho de ser «hombre y mujer» (Cf. Gn 1,27). La semejanza consiste en esto. Dios es único y solo, pero no es solitario. El amor exige comunión, intercambio personal; requiere que haya un «yo» y un «tú». Por esto, el Dios cristiano es uno y trino. En él coexisten unidad y distinción: unidad de naturaleza, de voluntad, de intención, y distinción de características y de personas.
A pesar del profundo dolor que me produce renunciar a una lectura literal de la carta de San Pablo, con la sumisión unilateral al fondo, he de reconocer la genialidad de este predicador inoportuno, que en mala hora se ha dignado aclarar un equívoco habitual del mundo actual: que la libertad está para mantenerla, cuando lo cierto es que la libertad es maravillosa pero apenas tiene vida: nace para morir en manos del amor, del compromiso. Y si vive demasiado, se convierte en un monstruo. Si se suicida con prontitud, genera a su portador una felicidad duradera, de las que nunca hastía. O dicho de otra forma: ¡Qué importa la sumisión cuando se hace, libremente, por amor! Lo de la libertad sí que es el ciclo de la vida: el constante nacimiento y la inmediata muerte a cambio del amor. Y vuelta a empezar, cada instante de la existencia.
Pero a pesar de todos los Cantalamessa que en el mundo han sido, servidor seguirá disfrutando con el capítulo 3 de la Carta de los Colosenses, versículo 18. No lo olviden. Yo pensaba grabarlo en letras de molde (sólo el 18, qué conste, porque luego Pablo de Tarso vuelve su dedo admonitorio hacia los esposos para recordarnos un montón de tediosos deberes y el texto se alarga demasiado y, sobre todo, de forma peligrosa) en el salón de mi casa, pero creo que mi señora no lo aceptaría. Ya saben, el consabido extremismo femenino.
Eulogio López