(Lc 2, 22-38).

Mi señora Miriam entró en el atrio del Templo de Jerusalén, aquel enorme atrio de los gentiles que después de todo, no era un atrio, sino cuatro, los cuatro espacios que rodeaban las cuatro fachadas del templo. A su lado caminaba su esposo José y en sus brazos llevaba a su hijo, un bebé de edad respetable, un mes y medio, más que suficiente para exhibir una mirada indagadora, capaz de poner al descubierto la intimidad del más celoso y todo ello sin dejar de sonreír a diestro y siniestro. De hecho, aquella bolita no hacía otra cosa.

Junto a madre e hijo, un paso atrás, al modo de los legionarios romanos cuando escoltaban a los tribunos, caminaba José, joven de unos 25 años, tez morena, barba cuajada, dedos largos y curtidos, con unos hombres anchos y protectores, como un escudo que parecían arropar a madre e hijo, con ese mimo con el que los orfebres protegen sus obras más preciadas.  

Aquella actitud de José no era habitual entre los padres semitas, quienes solían caminar un paso por delante de su esposa y prole, a fin de explicitar su autoridad familiar.

Y lo más curioso es que José descendía del Rey David y su semblante, grave y distendido a un tiempo, denotaba su estirpe y su abolengo. Sin embargo, su actitud era la de un servidor de madre e hijo. El mundo al revés en la ciudad de Jerusalén.

Mi Señora Miriam es la más hermosa mujer de todo el género humano pero, a primera vista, aquella mañana no parecía bella. Quiero decir que no resultaba impresionante a los ojos. Delgada, menuda, jovencísima, aunque con la expresión de belleza serena que sólo otorga la madurez. Apenas cumplidos los 17 años, su rostro parecía revelar una sabiduría de 1.000 años. Nunca perdía la calma y sus ojos, como los de su hijo neonato, parecían auscultarte por dentro. Por eso había, y hay, que mirarla dos veces para caer en la cuenta de que su expresión es infinita. Mirarla dos veces… y tener la mirada limpia. De otra forma, quien la contemplaba sentía tanta vergüenza como rencor, el reconcomio del acusado. Su rostro es como un espejo donde cada cual se ve reflejado. Y a algunos no les gusta lo que ven.

Procedentes de Belén, habían entrado en el Templo por el Pórtico Real. En el atrio de los gentiles, los pesadísimos vendedores de ofrendas para los sacrificios, así como los banqueros dispuestos a financiar al pobre, incluso a esquilmarlo, si ello fuera menester para la eficiencia del negocio, atosigaban a todos aquellos que formaban cola para el doble rito: la purificación de la madre y el rescate del primogénito. Sin embargo, retrocedían ante

Con su sorna habitual, José se dirigió a su esposa:

-Cuéntame tu secreto, esposa. Esos mercaderes deberían temerme a mí, hombre joven y robusto. Sin embargo, en cuanto te miran, retroceden, asustados. Mi orgullo de cabeza de familia se resiente una vez más. Dime: ¿quién protege a quién?

-Yo no les provoco ningún miedo, José, es su propia maldad lo que les asusta.

-¿Y por qué no les asusta esa maldad cuando acosan a todos los demás que hacen cola?

Mi señora Miriam no tuvo necesidad de responder porque en aquel momento apareció ella. Bordeando a un grupo de escribas, una mujeruca que parecía un oso hormiguero, porque su columna arqueada apenas le permitía mirar al rostro de la gente, se aproximó al trío.

Se llamaba Ana. En su mocedad, vivió en matrimonio durante 7 años y luego enviudó. Uno de los sumos sacerdotes, ya fallecido, la cogió como asistente en el templo. Pero, con el paso de los años, en el centro religioso de Israel se perdieron muchas costumbres, por ejemplo, la confianza en Dios y, Con ella, la certeza misma sobre el Dios al que predicaban. El Templo, se había convertido en una cadena de sacrificios, en el centro de unos ritos burocráticos, no para quienes los practicaban sino, sobre todo, para quienes los oficiaban: los propios sacerdotes. Y, encima, aquella maquinaria tendía a perpetuarse, por la sencilla razón de que era un buen negocio. Alguna excepción había a esta regla, pero pocas.  

En este ambiente de piedad descendente y de sinceridad igualmente a la baja, Ana Pasó de joven piadosa a beata majadera para acabar, ochenta años dan para mucho, en vieja bruja chiflada. Pero para ser manso hay que tener muchas agallas, así que Ana respondía siempre a las burlas con una sonrisa comprensiva. Y claro, Ana, hija de Fanuel, de la Tribu de Aser, siempre ganaba, porque el que se enfada pierde, y el que odia resulta permanentemente derrotado. Siempre.

Ana formaba parte del paisaje del Templo de Jerusalén. Lo que no sabía la gente es que aquellos pocos años de casada no habían sido precisamente felices. Ana tomó esposo pero nunca se sintió amada por él. Como hubiera sentenciado José, siempre adicto a los chistes, cumplía con aquel epitafio que una viuda escribió en la lápida de su esposo: "Acoge señor, a mi marido, con la misma alegría con la que yo te lo entrego". O aquel otro, aún más definitivo para el patriarca: "Aquí yace y hace bien, ella contenta y él también".

Pero no es propio de nosotros, los espíritus, perdernos en divagaciones, ¡Nooooo!. Decía que Ana se acercó a mi Señora Miriam, quien llevaba el rorro en brazos, y a José. La madre ni se inmutó. Es la ventaja de conocer a la gente algo mejor de lo que la gente se conoce a sí misma. Como aseguraba su esposo: "Miriam, a ti no te suceden cosas, las esperas. Ana miró Miriam, luego miró al bebé, quien le ilustró con una sonrisa de concurso. Pasaron unos segundos de contemplación, en silencio. Luego, Ana se dirigió a mi Señora Miriam y formuló una pregunta de dos palabras:

-¿Es él?

Respondida con una sola:

-Sí.

Luego, la curiosidad pudo más:

-¿Y de qué venís a purificaros, Señora? Esto no viene de éste -aludió señalando a José, con no mucho miramiento.

El bebé 'esto' no mostró incomodo alguno por tan áspera definición y el aludido como 'éste', el patriarca José, tampoco acusó recibo, pues toda su mente aún estaba fija en la primera pregunta de la anciana y en la respuesta de su esposa. Veamos, el niño no había cumplido dos meses. Todo judío primogénito pertenecía a Dios. Si nacido en la tribu de Leví, se destinaba al sacerdocio, si en otra cualquiera, como era el caso, debía ser rescatado… que era para lo que estaban allí.

José se había comportado como lo que era: un artesano, clase media, más bien baja. Propietario de una pyme con un único trabajador en plantilla: él mismo. Por tanto, ¿a qué venía la pregunta de la anciana? Habían acudido al Templo con un doble objetivo: pagar el rescate del niño y purificar a la madre, que, en efecto, a José le seguía pareciendo insultante. Uno de vuestros poetas lo explicaría así siglos después: "¿De qué vas a purificarte no habiendo sido manchada?".

El rescate del primogénito costaba cinco siclos, cantidad que a José le había supuesto un considerable esfuerzo ganar en Belén, donde no disponía de una clientela estable, como ocurría en Nazaret.

El segundo objetivo era la purificación de la madre. Mi Señora Miriam, por haber dado luz a un varón había quedado "impura". Ella, la madre del Salvador, impura por haber traído al mundo a su redentor. Pero se empeñó en cumplir la ley de Moisés. No, si al final, la vieja Ana iba a tener razón.

Para purificar a su esposa habían presentado la ofrenda de dos palomas. Algo más caras que las tórtolas y menos que las reses que ofrecían los más pudientes. Lo dicho: la Sagrada Familia era clase media.

En cualquier caso, aquella mujeruca sabía que la maternidad de Miriam se debía al Espíritu. Algo muy molesto por varias razones. Ahí va la primera: al parecer, José ya no era el único enterado. Además, la viuda no se había referido a él con la cariñosa deferencia con la que su esposa le trataba siempre. Ane los extraños, mi Señora Miriam se esforzaba en destacar quién era el cabeza de familia. Precisamente mi Señora Miriam a quien José consideraba su modelo y su superior.

Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Con la loable desvergüenza de la ancianidad Ana, hija de Fanuel, comenzó a gritar entre los corrillos mientras señalaba con total impudicia hacia aquella familia compuesta por dos jóvenes y un bebe. A José le entró el pánico y los escribas sentenciaron:

-La loca ha encontrado otro Mesías.

Una gran mentira porque, hasta entonces, Ana había buscado durante lustros, pero nunca había asegurado haber encontrado nada.

Los sacerdotes fueron menos clementes:

-¡Calla, majadera! -le conminaron.

Y unos levitas le empujaban hacia el exterior, sin mucho éxito: ¿Cómo reducir a quien no opone resistencia? Algunos de los presentes observaban como si estuvieran contemplando el espectáculo de un titiritero. Otros, sin embargo, escuchaban a aquel personaje socialmente ridículo y políticamente incorrecto, gritar aquellas palabras tan cercanas y tan extrañas:

-¡Nos ha nacido el Salvador! ¡Por fin, vamos a ser libres!

Señalaba a mi Señora Miriam y al bebé que tenía en brazos. José estab inquieto pero la madre ni se inmutaba. Al final, la burla, alentada por los representantes del poder allí congregados, se impuso y quedaron reducidos a minoría aquéllos que valoraban el coraje de una anciana enfrentándose a los dirigentes de Israel. Y lo suyo no era la mirada de una chiflada. Ana pertenecía a esa gente que conoce a la gente, y que sabe componer la lista de los que acudirán a su entierro.

El espectáculo aún no había concluido. Me di cuenta de que los sacerdotes torcían el gesto por segunda vez y, en esta ocasión, la muestra de desagrado era mayor. Resulta que un viejo se acercaba a la vieja:

-¿Qué ocurre, Ana?

-Ocurre, Simeón, que por fin ha llegado el que esperábamos –y, sin la menor urbanidad señaló con el dedo índice hacia mi Señora Miriam.

Simeón apenas tardó unos segundos en ponderar lo que ocurría y en ratificar:

-Sí –respondió, al final-. Me lo habían anunciado pero los años me han vuelto perezoso.

Para sacerdotes y escribas, así como para los fariseos, alguno de los cuales ya empezaba a hacer acto de presencia, Ana de Fanuel suponía un dolor de estomago pero lo del anciano Simeón era mucho peor: era un dolor de muelas, y de los peores. De la anciana se podían mofar, porque en todas las culturas ha habido una predisposición a considerar a las ancianas como dementes. A Simeón no tanto. Era hombre discreto, considerado justo por la mayoría y, por tanto, por los poderosos, siempre pendientes de los instintos de la opinión pública, también los archipámpanos del Templo. Y encima, aspecto importante para los rectores del pueblo elegido, contaba con un patrimonio respetable. Además, el porte de Simeón resultaba mucho más digno que el de Ana y los hijos de Adán sois tan ingenuos que lo que más valoráis es esto: la presencia. Total, que el venerable anciano se dirigió directamente hacia Miriam:

-¿Me permitís tenerle, Señora?

La madre le entregó al niño como si aquella sorpresiva escena estuviera prevista desde antaño. Simeón lo cogió, sin mucho estilo, todo hay que decirlo, observó detenidamente al pequeño y una vez que hubo confirmado sus sospechas, se dirigió a mi Señora Miriam:

-Éste ha venido para levantar a muchos israelitas y para tumbar a la mayoría. Es signo de contradicción.

A continuación, una sombra cubrió el rostro de Simeón y miró a los ojos a Miriam:

-Pero a tí –advirtió- una espada te traspasará el alma.

A todo esto, José estaba asombrado, no de lo que ocurría, sino de la actitud de su esposa Miriam. La madre retomó al pequeño y siguió avanzando en la cola. Cuando Simeón quedó atrás, José no pudo por menos de preguntarle:

-Miriam, ¿no te preocupa lo que ha dicho? ¿Es cierto?

-Sí es cierto. Hemos venido, entre otras cosas, para que Ana y Simeón dieran testimonio de nuestro niño. Pero esa espada la llevo clavada desde Nazaret. Y su herida consiste en esto: nuestro Jesús va a ser el hombre más feliz del mundo… y también el hombre que más va a sufrir.

-No, si yo puedo evitarlo –bramó José.

Mi señora Miriam sonrió:

-No, no puedes evitar ni su sufrimiento ni el mío… pero eres el mejor ayudante con el que ambos podíamos contar.

No os asombréis. El evangelista médico, Lucas, que luego os contaría esta escena con menos gracia que yo, claro está, pasa por ser el mejor periodista del siglo primero, y él no cesa de repetirlo en el Reino. Pero sigue siendo eso, un periodista. Uno de los grandes deslices de éste mi competidor, fueron aquellas palabras marmóreas: "Su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de él". Su padre oficial puede pero su madre no. Mi Señora Miriam vive en un perpetuo presente, en ese punto en que el tiempo se funde con la eternidad. Hasta un hombre sabio como Simeón, cayó en la trampa de descubrirle América a Cristóbal Colón: por un momento cometió la presunción de sentirse maestro de mi Señora Miriam, cuando ante ella todos somos alumnos. En el caso de Simeón alumno aventajado, sí, pero sólo eso. Y en esa ciencia de la humildad ante la Madre, José, hijo de David, aventajaba a todos, Simeón y Ana incluidos.

Cumplidos todos los trámites legales del burocratizado culto vigente en el pueblo elegido, el escolta José, más preocupado que cuando llegó al templo, preparó todo para su regreso a Belén. Negoció con un camellero la integración del trío en la Caravana y abandonaron Jerusalén, una ciudad a la que amaba sin saber por qué y a la que detestaba presintiendo el porqué: su soberbia infinita, que le hacía incapaz de comprender la grandeza que por allí había pasado en forma de neonato.

A la salida del perímetro del templo, Ana les saludó con la mano, mientras Simeón, acompañado de uno de sus criados, entregaba a José una mula, perfectamente equipada:

-Toma –le dijo, mientras le hacía entrega del animal-. No la necesitaré más. Mi viaje concluye aquí.

José interrogó con la mirada a mi Señora Miriam y ésta asintió. Agradeció el presente mientras asía el ronzal de la mula. La bestia le resultaría muy útil porque el borrico que les había conducido desde Galilea a Judea había muerto dos semanas atrás. Miriam se despidió de Ana y Simeón:

-Lo que habéis hecho hoy será recordado por todas las generaciones.

Una profecía muy cierta, que para eso estoy yo aquí… entre otros.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com