(Juan 18, 19-24).

Mártires contemporáneos hay muchos y, como el mismo Cristo, ninguno de ellos renunció, ni a la defensa, ni a la victoria. Sólo que lo hicieron sin aplastar al enemigo. El mártir no desea morir y no tiene vocación de víctima sino de vencedor. Por eso se defiende de sus verdugos, pero no golpea. Esta es la clave.

Nosotros, los espíritus no morimos. Por esa razón, sentimos una indeclinable curiosidad por el fenómeno de la muerte de los hombres y por su inmediata resurrección. Debo reconocer que nos obsesiona un tanto. Y de la muerte bien nuestro interés por los mártires.

Recuerdo el caso del cura polaco Jerzy Popieluszko. Estamos en los años ochenta del siglo XX. El único había escuchado las plegarias de sus hijos y aquel bloque granítico que era el comunismo comenzaba resquebrajarse y debía hacerlo en la Polonia pues era el país de la zona que nunca había abandonado a la Madre de Dios, a mi Señora Miriam. Y debía hacerlo con el mariscal Wojtyla al frente, quien había impartido la orden de rebelión 'a lo cristiano': "Venced el mal con el bien".

El padre Popieluzsko cumplió la orden. Desde el púlpito de la Iglesia de San Estanislao de Kostka, sus prédicas animaban a la rebelión incruenta de los obreros polacos del sindicato Solidaridad. Una rebelión que no levantaba puño ni mano, sin agredir a sus verdugos si no es con la palabra y, al tiempo, sin dejar de reclamar justicia, que es virtud de Cristo, ni libertad, que es la condición con la que Cristo creó al hombre. Hay que ser muy valiente para eso.

El padre Jerzy hacía política en la Iglesia minutos antes de consagrar el pan y el vino. Nada más coherente: si el mismo Redentor renueva una y otra vez su definitivo sacrificio en la cruz, lo lógico era que él animara a la batalla no violenta contra la violencia, en la convicción de la victoria final. El lema del pacifismo cristiano, que Solidaridad puso en práctica, llevaba la marca del Creador: de derrota en derrota hasta la victoria final. 

Popieluszko había entendido el mensaje a la perfección. Por eso se enfrentó a los matones del SB, el servicio secreto polaco y a sus paralelos del mentiroso aparato judicial comunista. Cuando fiscales y policías registraron su habitación, el cura exigió al asombrado escriba que certificaba el artificio que constatara en su declaración la forma en la que el policía hurgaba directamente en los rincones donde previamente había ocultado las pruebas incriminatorias. Y es que la mentira tiene las patas cortas y aquellos buenos marxistas caían una y otra vez en su propia trampa.

Mientras se defendía, Popieluszko evocaba en su interior la defensa de Cristo ante el sumo sacerdote hebreo Anás, quien, al igual que los polacos soviéticos, puso en marcha el tinglado de la antigua farsa: había que condenar al acusado injustamente bajo con apariencias de justicia. Anás, antes de enviar al Nazareno a su yerno Caifás, preguntó a Jesús por su doctrina:

-Yo he hablado abiertamente al mundo, he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde todos los judíos se reúnen y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me oyeron de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho".

En la Judea del Siglo I, como en la Polonia del siglo XX, la mentira no se mantiene sobre sus pies, apenas se soporta y acaba estallando en violencia. Uno de los criados abofetea a Cristo. ¿Cerró la boca el Salvador? No. Contra violencia, resistencia, que es la actitud de los valientes:

-Si he hablado mal, muéstrame en qué. Sin bien, ¿por qué me pegas?

Es la misma técnica de Popieluszko. La misma de San Pablo cuando apela al César. El padre Jerzy ni cede en sus llamamientos a los obreros para que se enfrenten pacíficamente al poder ni renuncia a ninguna de sus posibilidades de defensa.

En otro interrogatorio amañado, el cura polaco contradice al fiscal cuando éste advierte:

-El interrogado no niega los hechos.

-No –rectifica Popieluszko-: el interrogado guarda silencio.

Los ángeles llevamos siglos contemplando cómo operan en el mundo nuestros contrarios, los espíritus inmundos. Hemos comprobado lo adecuado que resulta la definición que el Redentor hizo del Maligno: "Él es el padre de la mentira". Tanto es así, que a veces pienso que si Lucifer aceptara que miente probablemente volvería a entrar en el Cielo. Pero, al parecer, ni Satán ni los comunistas polacos pueden reconocer su embuste: tienen que desarrollarlo y los hijos de Dios se convierten en mártires cuando denuncian el artificio.

En plata: no podían silenciar a Popieluszko, quien cada día congregaba, sin un solo gesto de violencia, a más polacos sinceros. El Régimen soviético estaba amenazado. No cabía otra posibilidad que abandonar la farsa y matar al hombre libre.

Y es que la mentira se resquebrajaba y había que mantenerla por la fuerza. No sólo estaba en peligro el Régimen polaco sino todo el bloque leninista europeo. Es entonces cuando se pasa de la mentira a la salvajada. Un grupo de matones del Servicio Secreto polaco detienen el coche de Popieluszko, le apalean, le arrancan los ojos, le cortan la lengua y, finalmente, arrojan su cuerpo al Vístula, el río de las esperanzas polacas.

El padre Jerzy repitió hasta el final que no se pueden "asesinar las esperanzas". Antes de que apareciera su cadáver, el electricista Lech Walesa recogía el testigo: "Queridos compatriotas: un gran peligro se cierne sobre nuestra patria. Apelo a vosotros: por favor, no dejéis que nadie os provoque a derramar sangre. Os ruego que mantengáis la paz y que recéis constantemente por el padre Jerzy".

Popieluszko aplaudió esas palabras desde la otra ribera del mundo. Era el curso de acción previsto por el Redentor: Vencer al mal con bien sin ceder nunca, ni ante la violencia ajena, ni ante la propia ira. Finalmente, lo que quedaba del cadáver profanado fue encontrado y sus restos venerados, porque Dios ha creado seres compuestos por cuerpo y alma y tan sagrado es un elemento como el otro. Por eso, el Eterno se encarnó.

El colofón lo puso el pueblo polaco, que acudió en masa al entierro del sacerdote asesinado. Sin que nadie lo propusiera, una multitud repitió por tres veces: "Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden".

Pero eso no significaba que la lucha hubiese terminado. Al contrario, con la muerte de Popieluszko, el espíritu de resistencia, tan pacífico como activo, despertó. Miles de polacos se comportaron como su Maestro ante Anás, Caifás y Poncio Pilato: ya nunca callarían. Y los tiranos comprendieron que la farsa no soportaría aquella arremetida.

El padre Jerzy había ganado la batalla sin propinar un solo golpe al adversario. Nunca atacar, siempre resistir. Como el Dios encarnado, el cura Popieluszko había vencido y el imperio de la mentira se desmoronaba.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com