Me lo comentaba alguien con mucha experiencia en difuntos: "Hay gente que no es capaz de mirar un cadáver. Les entra un terror irracional, insuperable". Ahí ya hablamos del muerto, pero es habitual entre los sanitarios comentar que los familiares del agonizante buscan mil excusas para no acompañarle en el momento más importante de su vida: la muerte.  

El propio personal sanitario participa en este miedo general a la muerte, a la propia y a la de los seres queridos. En el siglo XXI, la práctica más habitual con el hombre que se acerca al final de su existencia mundanal es mentir. Quien atraviesa esa etapa sobrevive entre familiares que mienten, médicos que mienten, enfermeras que mienten, como si ocultarle la muerte le alargara la vida. Contra todo derecho, porque explicarle a un enfermo su estado de salud no es una libre elección de familiares y sanitarios, sino un deber: el enfermo es el sujeto de derechos acerca de su salud, quien primero debe conocer su estado, al momento, y, siempre que pueda, quien debe decidir sobre el tratamiento. El enfermo es propietario de su diagnóstico y de su terapia, de su salud. De lo único que no es propietario el moribundo es de su vida. De hecho, lo único que sabemos –con total seguridad.- acerca de mi vida es que no me la otorgué yo. Ni tan siquiera la merezco.

El terror a la parca es de tal calibre que parece el fenómeno invisible, innombrable. La muerte es lo único obsceno que nos queda. Y ese miedo convive con un curioso desprecio por la vida humana. Eso sí, por la vida humana de los demás.

Dejemos a los muertos y olvidémonos del tránsito. Hablemos de los vivos. En este punto, la autodefensa de los más consiste en bloquear la mente en todo lo que refiera a la muerte. Pero eso no deja de ser la política del avestruz. A fin de cuentas, el único pensamiento, la única filosofía, la única sabiduría, al que merece la pena dedicar tiempo y esfuerzo es éste: ¿Qué pasa después de la muerte? Hay dos respuestas: la nada –la fusión con la naturaleza, que hay algunos infelices que se conforman con la cosmovisión de David el Gnomo- y el Cristianismo, que te dice que la muerte es el otro nombre de la resurrección. Es el camino que se inicia hoy, Viernes Santo y que culmina el Domingo.

Una sociedad que tiene miedo a la muerte (no miedo a morir, que es el dolor que provoca la separación de alma y cuerpo y la separación de todo lo que amamos en este mundo, y eso es lógico que duela) está muerta en vida. Es una sociedad sin esperanza, que es, precisamente, la virtud-secuela de la pasión de Cristo.  

Para un creyente es bueno pensar en el Cielo, contemplar a la muerte como a la mejor amiga. Y eso no significa despreciar la vida, sino todo lo contrario. Ese gran amante de la vida, a la que supo sacarle todo el jugo, llamado Chesterton versificó aquello de no rezar pidiendo la muerte "porque sólo Dos conoce esa oración". No, no hay que pedir la muerte peor si añorar la resurrección: son sinónimos. El que ama la vida ama la muerte. Lo que sirve de poco, es ocultarla.

Eulogio López