Sr. Director:

Lo encontré en Fluvium y es de Enrique Monasterio. Me gustan, por su agudeza, los artículos de este escritor y periodista. Callo un poco yo para que nos deleite Enrique. Entresaco para abreviar, aunque pierda un poco de su original belleza:

"A mi amigo del alma (...) ayer me lo encontré dormido delante del televisor. Al despertar declaró que había tenido un sueño. ¿Un sueño? Sí. Soñé con un Parlamento de una nación muy lejana en el que se celebraba un debate.

Los diputados se injuriaban democráticamente los unos a los otros, y la presidenta se desgañitaba tratando de aplacar a sus iracundas señorías a golpe de maza. Así estaban las cosas cuando uno de los oradores (no sé si del Gobierno o la oposición) subió a la tribuna, bajó el tono de voz hasta un nivel civilizado, se rascó la barba, miró a su oponente y dijo: Creo que tiene usted razón, amigo Vázquez. Hasta hace unos minutos estaba convencido de que mi postura era la correcta, pero sus argumentos me han hecho reflexionar, y he cambiado de opinión. Votaré con usted. El diputado Vázquez esperó unos segundos. Supuso que se trataba sólo de una ironía. Pensó que su antagonista pretendía captar la atención del público antes de contraatacar. Pero no fue así. Hablaba en serio. El contrito orador recogió los papeles y descendió del estrado.

No hubo aplausos ni pitos; sólo un rumor inconcreto de vestiduras rasgadas (…). La noticia saltó a todas las portadas: "un diputado cambia de opinión en pleno Parlamento y no se suicida", tituló el más sensacionalista de los diarios (...) Los editorialistas… ironizaron sobre la extravagante conducta del político que se permitió el lujo de dar la razón en algo al partido de enfrente (…). Al día siguiente, sin embargo, ocurrió otro insólito suceso: el periódico más serio del país también cambió de opinión: reconoció haberse equivocado en su último editorial y publicó otro en sentido contrario, en el que se decía, para colmo, que estaban dispuestos a rectificar cuantas veces hiciera falta (...).

Lo que empezó como una anécdota se convirtió en moda. ¡Hasta los periodistas rectificaban! Los tertulianos radiofónicos perdieron toda su agudeza, víctimas de repentinos ataques de humildad y sensatez. Y los políticos comprendieron que perder su infalibilidad no les restaba un solo voto: al contrario. Empezaron a pedirse perdón los unos a los otros, y cuanto mayor era su modestia, mejores resultados obtenían en las encuestas.

En pocos días el Parlamento se convirtió en un extraño foro donde todos parecían buscar sinceramente la verdad (…). Ocurrieron fenómenos colaterales: mejoró la sintaxis de sus señorías, porque ya no se sentían prisioneros de los mil tabúes intelectuales que habían encorsetado su lenguaje. Lo políticamente correcto pasó a mejor vida, y les fue posible pensar por cuenta propia sin miedo a las descalificaciones. Las personas corrientes empezaron a entenderlos. Era como, si de pronto, hubiesen bajado a la realidad. Por un momento tuve la impresión de encontrarme en una asamblea de ancianos filósofos, despegados de toda ambición terrena menos de su pasión por la verdad. Naturalmente -concluyó mi amigo- ni dormido fui capaz de admitir que aquello fuera posible".

¿No es posible dejar de ser soberbios y de gustar la alegría de buscar al verdad por encima de la esclavitud de los votos y del dinero? Con lo bien que se duerme cuando la verdad es el camino. A la larga, uno sólo se engaña a sí mismo.

Josefa Romo

josefaromo@gmail.com