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La vida de familia se cimenta en el sacrificio y la alegría
Me gusta recordar dos puntos centrales de la existencia humana, inseparablemente unidos entre sí y que deben arraigar en nuestras vidas personales: el sacrificio y la alegría.
Es importante que apliquemos estas consideraciones no sólo a la conducta personal, sino también en el seno de la vida en familia. La convivencia con otras personas ofrece muchas ocasiones de limar las asperezas de nuestro carácter, de nuestra personalidad. Me refiero a las heridas profundas que pueden producirse en el seno de las familias.
Este es el peligro que se encuentra en la base del deterioro del ambiente familiar. Cuando estas heridas, que aún son remediables, se descuidan, se agravan: se transforman en prepotencia, hostilidad y desprecio. Y en ese momento pueden convertirse en laceraciones profundas, que dividen al marido y a la mujer.
El remedio ante estas situaciones, para que no degeneren en heridas casi insanables, está al alcance de la mano. Pedir las cosas "por favor", sin exigencias inmoderadas, sin impaciencias, es una buena vacuna para prevenir los enfrentamientos, no sólo entre los cónyuges, sino también en las relaciones con los hijos y los demás componentes de la familia.
Además, hemos de pensar que todo, en nuestra existencia, está signado por la gratuidad; no hemos merecido ni la existencia, ni la familia en la que hemos crecido, ni las dotes naturales y los dones sobrenaturales que hemos recibido. Por eso, es preciso mostrarnos agradecidos. ¡Cómo se tornan fáciles las relaciones entre las personas, cuando se sabe expresar sinceramente un "gracias" ante un detalle quizá mínimo, pero que manifiesta una actitud de verdadero cariño, de disponibilidad generosa para servir! Y cuando nos equivocamos —por egoísmo, por rudeza, por insensibilidad—, acudamos a pedir perdón, que no supone humillación alguna, antes al contrario, manifiesta grandeza de alma.
Sonreír y hacer agradable la vida a los que tenemos junto a nosotros. Como somos criaturas humanas, alguna vez se puede reñir; pero poco. Y después, los dos, marido y mujer, han de reconocer que tienen la culpa, y decirse uno a otro: ¡perdóname!, y darse un fuerte abrazo. Pero que se note que ya no volvéis a tener peleas durante mucho tiempo.
Clemente Ferrer
clementeferrerrosello@gmail.com
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